El amor nos despedazará
Una película con “tema de vampiros” puede ser muchas cosas, no siempre del todo atendibles; algunas de esas cosas pueden incluso resultar cansadoras, acaso porque ya las vimos demasiadas veces. En la película de Martín Desalvo se retoma vagamente la cuestión para dar lugar, en principio, a una historia de aniquilación: algo, una enfermedad implacable (una especie de peste), se esparce por un pueblo olvidado de la provincia de Buenos Aires. Un médico recorre apesadumbrado las casas atendiendo pedidos urgentes de los vecinos dispersos por el lugar. La hija de su cuñado acaba de morir atacada por el mal, por lo que el hombre puede prever con resignación lo que le espera a cada nueva víctima. Sin embargo los personajes principales de la película son otros: Virginia, la hija del médico y su amiga Anabel, hermana de la chica muerta. Las dos mujeres se hacen compañía mutuamente en una casona alejada mientras los hombres se ocupan de tratar de entender qué es lo que está pasando. Anabel desaparece por las noches y anda sin rumbo aparente por el bosque sumido en la oscuridad. Virginia la encuentra a la mañana y la trae de vuelta en brazos como a una muñeca lánguida, envuelta en el halo de un sufrimiento etéreo como el de una heroína salida de un cuento de hadas. Luego ve desfilar en sueños escenas incomprensibles, en las que el estado de vigilia parece replicarse con una insolencia descorazonadora, al punto de no poder reconocerse la naturaleza de un estado o de otro. El estilo del director es siempre muy bello y elusivo, pero cuando tiene que emprender esa clase de secuencias alcanza una potencia superlativa; un trabajo metódico con el encuadre y la luz en el que las imágenes parecen dar todo de sí, pero a la vez escamotearlo todo: una habilidad consumada de prestidigitador. Las jóvenes pasan el tiempo paseando por los alrededores, charlando o escuchando música. En una escena muy lograda ponen un disco y una le dice a la otra si no quiere bailar con ella. Desalvo retrata entonces el movimiento leve de los cuerpos de las mujeres en el plano con una calidez eléctrica, discretamente emotiva: se trata con toda probabilidad de la escena más misteriosa de la película. Si en varias escenas la materia parece adquirir la consistencia porosa de los sueños, los momentos de cotidianidad de la película se benefician de un carácter sutilmente versátil mediante el cual, por ejemplo, el horror circundante es capaz de sublimarse dentro de la casa en una corriente de erotismo que procede a inundar el plano como una revelación: El día que trajo la oscuridad es también la historia de una relación de amistad entre mujeres tejida con susurros, que se balancea sobre el borde amenazante de un universo donde los hombres parecen tener la potestad de la acción. Los dos hombres, en efecto, se dejan ver esporádicamente por la casa con el objetivo aparente de verificar el estado de sus hijas y enseguida vuelven a salir, como si fueran fantasmas o muertos en vida, que se cruzan miradas propias de conspiradores y apenas pronuncian palabras. Eso monstruoso que se agita en las sombras del mundo exterior es un asunto que les pertenece, del mismo modo que es suyo el patrimonio de la violencia (van armados) y de las decisiones definitivas para doblegarlo: no existe un remedio para los infectados, por lo que hay que cortar el mal de raíz si se quiere evitar su propagación. El día que trajo la oscuridad tiene entonces su tema (el Mal está entre nosotros) y un campo de operaciones delimitado (dos universos: afuera y adentro; o masculino y femenino). Pero también vemos que tiene un alma, un corazón secreto, que consiste en postular la imposibilidad de la alianza de esas mujeres como no sea bajo una forma desesperadamente provisoria. Esta película esquiva, por momentos inabordable, debajo de su piel dura de cuento de terror deja entrever la estela de angustia de una unión con sentencia de muerte.