La sexta película del director de Parapolicial Negro: Apuntes para una prehistoria de la Triple A funciona como un reloj suizo. El relato fluye, los actores se lucen, los constante movimientos de cámara denotan elegancia y los encuadres exhiben conocimiento del lenguaje para determinar la posición de los actores y los espacios en los que se mueven. El regreso a la ficción de Valentín Javier Diment es incuestionablemente sólido. La historia se circunscribe a un pueblo sin nombre; hasta casi el final del relato, cuando aparecerán un par de patrulleros, el tiempo histórico podría ser hoy, ayer, tres décadas atrás o incluso más lejos en el tiempo. Lo que se trata aquí es de atacar minuciosamente el presunto decoro del costumbrismo, más allá de cualquier marca de época. En efecto, los personajes representan justamente ese universo referencial: está la puta y el tonto del pueblo, el cura y su iglesia, la cantina y sus clientes, el burdel y sus usuarios, el viejo y el perverso, el matrimonio feliz y el insatisfecho; todos, o casi todos, son habitués de la mujer que ejerce el oficio más viejo del mundo.. En los ojos de Diment, la humanidad merece su deceso. Sin embargo, el nihilismo inescrupuloso que ordena simbólicamente los actos de los personajes no impide que estos puedan experimentar sentimientos nobles. En varias ocasiones el rostro de Luis Ziembrowski, quien interpreta al tonto del pueblo que lleva leña de casa en casa, mira al personaje de la madre moribunda o a su hermana prostituida con una irreconocible dulzura. En él se sintetiza la necesidad extrema que puede tener un hombre por aquellos que lo ayudan a sobrevivir en un universo al que nunca podrá pertenecer. Es un trabajo magnífico del actor, incluso cuando su personaje descubre que con un hacha puede purificar la Tierra de la presencia de todos los representantes de la especie. Si El eslabón podrido no llega a dar un salto mayor es porque su vital pesimismo retrocede a la hipótesis de que la podredumbre reside en la naturaleza humana sin apostar a trabajar y a su vez fijar su festín sangriento en una dimensión política del desencanto. Es un límite y, para un film de género, un desafío ineludible, si es que no pretende sucumbir a la legítima fugacidad del entretenimiento.