UNA FABULA RURAL
La impronta fílmica del director argentino Valentín Javier Diment sienta un sello propio dentro del cine de terror nacional. El realizador, que ya tiene en su haber el documental Parapolicial negro y la destacada de horror La memoria del muerto, en El eslabón podrido traslada el eje a un pueblito rural llamado El escondido, integrado por menos de 50 vecinos muy paletos y algo desagradables de la zona: un cura, la dueña de un prostíbulo/bar, un matrimonio de viejos, un puñado de mujeres chusmas, entre otros.
Allí viven los protagonistas, que son Raulo (interpretado por el siempre excelente Luis Ziembrowski), un leñador con discapacidad mental que reside con su anciana madre Ercilia (Marilú Marini) y su hermana prostituta Roberta (Paula Brasca). Antes de “tocar el arpa”, Ercilia, mezcla de personalidad absorbente y medio bruja, pronostica a su bonita hija que trate de no tener relaciones sexuales al menos con un integrante de la comunidad porque una maldición de muerte pesaría sobre la vida de la joven. Sólo el marido de su compañera laboral no ha pasado por sus encantos carnales, algo que de hecho vuelve loco a este hombre, que la desea fervientemente. A partir de allí comenzará una serie de peripecias que desencadenarán la tragedia del pueblo.
Todo está contado con un presupuesto técnico asombroso para el nivel con el que el cine de género se despliega en estos momentos en Argentina. La escenografía de casas de campo y parroquia enriquece con creces a la historia, transmitiendo una sensación de calidez fotográfica pero también generando expectativa ante una aparente tranquilidad a punto de ebullición. Diment logra contar una fábula con un surrealismo mágico que varía desde las cintas del reconocido director francés Jean-Pierre Jeunet (Amelié, Delicatessen) tanto en los ambientes cotidianos como la inclusión de un dúo de acordeón y guitarra de taberna, hasta esa miseria guarra del español Alex de la Iglesia (La comunidad, Balada triste de trompeta). Conjuga muy bien esa doble cara de la hipocresía que guardan sus habitantes, resumida en la primera escena, que ya nos arroja a la cara el nudo central del film sin explicación alguna. Esta alteración cronológica se vuelve certera, porque el espectador desea seguir de cerca los orígenes que desembocaron en el grotesco hecho trágico.
El eslabón podrido, por tanto, propone dos bloques importantes. El primero de presentación de personajes ultra descriptivo y a veces con ritmo lento para derivar en una segunda parte donde Diment pega un volantazo del drama al puro rape-revenge o venganza al estado puro y violento, que puede ser algo disfrutable para los fanáticos del subgénero mencionado. Sin embargo, por este cambio, la película se desajusta en muchos momentos, provocando desconcierto a lo largo de varias situaciones y hasta incluyendo personajes de relleno al mejor estilo decorativo, como el de Lola Berthet, actriz que ya había trabajado con el director en La memoria del muerto pero que aquí queda reducida a un papel secundario e innecesario.
Pese a esto, El eslabón podrido se impone como un exponente decente del género y tal vez sea el puntapié de mejores historias por venir en la carrera del director.