Relatos (poco) salvajes
Película de estructura episódica protagonizada en todos los casos por importantes figuras, la nueva apuesta del director de Elsa y Fred, Anita, Viudas y Corazón de León se pierde en su propia altisonancia y artificialidad.
El espejo de los otros es, en primera instancia, una curiosa apuesta desde la producción que apunta a trabajar todo el tiempo en estudio para controlar lo más posible los imponderables de cualquier rodaje y, así, reducir los días de rodaje. Ese ahorro en horas de técnicos y equipos, sumado a la estructura episódica que hace que cada personaje tenga pocos minutos en pantalla, le permitió a Diego Dubcovsky y su flamante Varsovia Films reunir a un verdadero dream team actoral con una quincena de figuras que podrían ser individualmente protagonistas de una película.
El riesgo, claro, es que ese esquema de producción se asemeje más al de un proyecto televisivo o incluso teatral. Si bien algo de eso hay en El espejo de los otros, el problema principal pasa por el guión, por los diálogos y por la marcación actoral de Marcos Carnevale, que apuesta por una densidad, una altisonancia, una gravedad y, por momentos, incluso una solemnidad y sadismo hacia sus atribuladas criaturas que la experiencia se vuelve demasiado tortuosa e irritante.
La película transcurre en un restaurante exclusivo (el Cenáculo) ubicado entre los restos de lo que supo ser una inmensa catedral gótica y regenteado por dos hermanos, Benito e Iris, que se aman/odian (Pepe Cibrián y Graciela Borges), personajes que funcionan como marco y conexión entre las distintas historias de los comensales que llegan cada noche a la única mesa habilitada.
La idea de trabajar segmentos independientes encabezados cada uno por reconocidas figuras también puede remitir al concepto de producción de Relatos salvajes, aunque aquí los relatos son sólo salvajes en su enunciado, no en su eficacia o potencia artística.
La primera entrega tiene como protagonistas a los hermanos Escudero (Luis Machín, Mauricio Dayub y Favio Posca) que manejan un laboratorio que sirve como tapadera para el tráfico de efedrina. Los tres llegan con sus esposas o amantes (a las que maltratarán de todas las formas imaginables) y, en medio de los negocios, surgirán un cúmulo de reproches, resentimientos, miserias y agresiones (no sólo verbales). La mirada a la codicia y la misoginia de estos tres hombres, dominada por el desprecio, es por demás obvia y subrayada.
El segundo episodio presenta el reencuentro entre dos viejos amantes (Oscar Martínez y Julieta Díaz) en una cena que no tardaremos en descubrir tiene un costado entre fantástico y espiritual (y musical, ya que cada segmento está ligado con un show que se desarrolla sobre el escenario, en este caso con Balada para un loco).
Luego es el turno de una cena romántica que deviene en farsa y luego en tragedia con una (supuesta) cita a ciegas entre un (supuesto) ciego que se hace llamar Pierre y llega en helicóptero (Alfredo Casero) y Cintia (Leticia Brédice). La cosa se va degradando progresivamente entre ellos y termina en plan comedia negra, casi bordeando lo patético y lo grotesco, pero al menos la cosa aquí tiene algo de desenfado y exceso.
La propuesta más sensible y sentida del conjunto es la que tiene como artífice a Elsa (Ana María Picchio), quien logra reunir después de mucho tiempo a dos viejas amantes (Marilina Ross y Norma Aleandro), aunque eso le signifique secuestrar de un sanatorio a una de ellas para llevarla al lugar.
La película tiene una clara apuesta confesional y sentimental. Para mi gusto todo es bastante recargado y subrayado, sin demasiado espacio para la sutileza, la interpretación o la decodificación por parte del espectador. Una pena porque pocas veces el cine argentino ha logrado reunir a semejante elenco. Demasiado talento desperdiciado.