Aquel cine impostado de los años ochenta
Pasó exactamente un año para que se replicara –se intentara replicar– el modelo Relatos salvajes. Esto es, el de una película con narración episódica hilada por un tema particular (antes la violencia; ahora algo que podría resumirse como la “esencia” del ser humano) y un casting pleno de actores y actrices populares y en algunos casos prestigiosos (“Hay elenco para cuatro películas”, reconoció Julieta Díaz durante su visita a la mesa de la Señora de los mil cubiertos en Canal 13) interpretando personajes con ínfulas estereotípicas que operen como reflejo social y cultural de los espectadores con el objetivo de favorecer la empatía con todos y cada uno de ellos. Claro que aquél era un producto depurado, cuidado, filmado por un director con muñeca y conocimiento del tempo y el lenguaje cinematográficos acordes a la expectativa de un estreno convertido rápidamente en evento. El espejo de los otros, en cambio, exhibe un desgano y automatismo ya no inferior a Relatos salvajes, sino a gran parte del cine nacional de los últimos quince, veinte años.Que el film se sitúe en el cenáculo de una iglesia gótica en ruinas ubicada en algún punto de la ciudad de Buenos donde cada noche se realiza una cena trascendental para los comensales, todo ante dos hermanos (Graciela Borges y Pepe Cibrián) que juegan a ser dioses observando con devota atención, muestra que el film es hijo dilecto del peso metafórico de Eliseo Subiela antes que del trabajo con los géneros de Szifron. Lo mismo ocurre con los caricaturescos hombres y mujeres que, atribulados por sus circunstancias, desfilan ante el escenario. Por allí pasarán, entonces, una familia dispuesta a dirimir sus diferencias, un hombre que se reencuentra con ¡su esposa muerta! (“Lo vi a Borges”, dice ella como para asegurar que todos entiendan que pasó a mejor vida), dos corazones rotos en una primera cita y un grupo de amigas dispuestas a satisfacer el último deseo de una de ellas, víctima de una enfermedad terminal.Es cierto que la preocupación máxima de Marcos Carnevale (Elsa y Fred, Anita, Viudas, Corazón de León) siempre fue el establecimiento de una “conexión” con el público mediante la imposición de un aura optimista y biempensante generalizadas y a prueba de todo, incluso de la lógica interna de esos universos narrativos. Pero sus trabajos anteriores exhibían un mínimo cuidado por la forma, algún esmero por crear personajes con motivaciones y contar lo más límpidamente posible una historia de escala humana. El espejo de los otros ni siquiera llega a eso. Realizada como si el Nuevo Cine Argentino fuera una entelequia, algo que jamás pasó aquí o en ningún lado, su opus ocho es un estertor de aquellas películas trascendentes, ambiciosas, graves, impostadas y plenas de cursilerías travestidas de reflexiones existenciales que inundaban la cartelera en los ’80. Películas que felizmente son cada vez más esporádicas, pero que, queda claro, todavía no terminan de extinguirse.