Performances actorales en un lugar extraño
En el panorama del cine argentino reciente, el caso de Marcos Carnevale (1963, Inriville, Córdoba) es curioso. Aunque sus películas no aparecen rodeadas de lauros obtenidos en festivales ni críticas demasiado alabadoras, suelen contar con un reconocimiento inesperado: son elegidas para remakes en otros países, incluso en Hollywood. Y, si bien se acerca a Juan José Campanella al recurrir a relatos tranquilizadores y fórmulas propias del costumbrismo televisivo, parece menos calculador y demagógico; de hecho, se arriesga con ideas que cualquier productor desaconsejaría, como reunir en una misma historia la problemática de una chica con síndrome de Down y el atentado a la AMIA (Anita), inventar una historia de amor entre dos ancianos (Elsa y Fred) o achicar –efectos mediante– a un actor popular y hacer que se enamore de su personaje una joven que lo dobla en estatura (Corazón de león).
El espejo de los otros es otra apuesta audaz: congregó a una quincena de actores populares para embarcarlos en una serie de discusiones y confesiones que se suceden casi enteramente en un solo lugar, una suerte de catedral abandonada devenida restaurant, diseñada en forma digital. Sin embargo, en este drama coral que ocasionalmente se acerca a la fantasía quedan más en evidencia que en películas anteriores de Carnevale algunas de sus limitaciones. Es que, por momentos, parece no tener claro que el cine va más allá de una idea atractiva, buenos actores y/o eficaces efectos especiales.
En El espejo de los otros casi todo se sabe y se deduce por lo que los personajes dicen, y aunque asoma cada tanto alguna reflexión sensible, predominan diálogos y situaciones de una puerilidad sorprendente. La acción se estanca cada tanto en las performances actorales sin que la cámara acuda a soluciones creativas: el cine tiene recursos de sobra para apropiarse visual y dramáticamente de conversaciones entre personajes (un plano detalle de una mano inquieta, la tensión de un plano secuencia) que Carnevale prefiere ignorar, por lo que el film termina pareciéndose demasiado a una sucesión de actos teatrales. Al mismo tiempo, y si bien la música es atractiva, cuando se detiene en la interpretación de canciones como Balada para un loco adopta la forma de un show televisivo. Algunos actores aparecen repitiendo tics propios (Cibrián, Posca, Casero) y la pareja de hermanos que observa y controla todo lo que allí sucede no consigue ser suficientemente enigmática.
Es cierto que, como toda película en episodios, en el espectador despierta curiosidad lo que vendrá después, más aún cuando cada segmento está interpretado por distintos actores (uno de los pocos puntos en común con Relatos salvajes): el primero es el que se acerca más peligrosamente a ciertos males de los que el cine argentino se había librado en los últimos años (peleas familiares a los gritos, denuncia ingenua y subrayada de negociados), el segundo y el tercero juegan con la sorpresa, manteniendo una carta guardada casi hasta el final, y el cuarto apuesta a la ternura, a lo que se suma un quinto que va desplegándose de a poco hasta llegar a una explicación en el desenlace (sin dudas el menos convincente).
La credibilidad de los personajes depende, en buena medida, del talento y el esfuerzo de los intérpretes. Gracias a su idoneidad, Luis Machín y Mauricio Dayub parece que fueran hermanos de verdad. María Socas aporta sobriedad, al igual que Javier De Nevares. Oscar Martínez logra emocionar. Julieta Díaz ilumina la pantalla con su frescura. Alfredo Casero y Leticia Bredice comienzan divirtiendo, hasta que sus personajes son llevados a una catarsis dramática poco original. Ana María Picchio, Norma Aleandro y Marilina Ross –tres de nuestras mejores actrices– conmueven, sacando partido a lo poco que deben hacer. Graciela Borges y Pepe Cibrián Campoy resultan graciosos al discutir como chicos pero irritan cuando adoptan actitudes de altivez o cuando se ponen sentenciosos. De todas maneras, en el cine los actores deben ser un medio y no un fin, y acá son los pilares con los que se sostienen, dificultosamente, las historias.
La película tiene méritos: es técnicamente irreprochable, asombra con artificios digitales desacostumbrados en nuestro cine y, a pesar de que se advierten moralejas previsibles (“Todo por esa maldita plata” se lamenta un personaje del primer episodio, como si fuera una reencarnación de El viejo Hucha), no abunda la admonición y puede despertar simpatía que, en ocasiones, se prefiera no recurrir a la policía para poner orden ante situaciones levemente desencajadas. Tampoco está mal –aunque la acción transcurre claramente en Buenos Aires y alguien hace referencia a “la corrupción de este país”– la creación de un espacio corrido de la realidad, que permite encuentros y revelaciones tal vez imposibles en medio del trajín de la vida urbana. No deja de ser loable, finalmente, que Carnevale haya convocado sin prejuicios a referentes de la actuación de distintos estilos y generaciones, o haber conseguido que Marilina Ross vuelva a actuar en una película después de muchos años, del mismo modo que no pueden ponerse en discusión sus intenciones de reivindicar ciertos valores. Pero pareciera desoír consejos que dejan sus propios personajes: evitar el individualismo (escribió él solo el guión de esta película de dos horas con tantos conflictos), calibrar las ambiciones, conducirse con más delicadeza y menos apuro.