Sin sentido
Marcos Carnevale, evidentemente, debe ser un buen tipo. De ninguna otra forma se entiende la alegre participación de un elenco tan gigantesco y talentoso (con sus bemoles, claro) en un proyecto como El espejo de los otros que, seamos sinceros, olía demasiado mal desde el vamos. No sólo la puesta en escena teatral y barroca, sino además la explícita intención de significar la condición humana a través de los personajes ya muestran las cartas sobre un orden programado del cual ni el guión ni las actuaciones pueden despegarse. El film es lo que se dice -lo que dicen los personajes-, en voz alta y sin sutileza alguna, en lo que es una rara mezcla del cine argentino declamado de los 80’s con el cine argentino sobre-producido y televisivo de los 90’s, en la senda No te mueras sin decirme adónde vas. El espejo de los otros quiere hacer de cuenta que los Trapero, los Caetano, las Martel, nunca existieron.
Encima de buen tipo, Carnevale es exitoso. Entonces puede darse el lujo de contar con un presupuesto interesante y diseñar (vía digital) una gigantesca catedral gótica en medio de Buenos Aires, sin que eso tenga una justificación argumental más que rodear de arbitrariedades varias una serie de episodios que tranquilamente podrían estar ambientados en un restaurante cualunque. Porque no existe en este espacio (que incluye un baño en un confesionario -oh pero qué osado-) más atractivo que el de ilustrar pomposamente algo demasiado simple (personas sentadas en una mesa y charlando -gritando-) con un barroquismo que supone profundidad e intelecto: El espejo de los otros hará las delicias de cierta intelectualidad porteña apolillada (me imagino a Magdalena Ruiz Guiñazú y Víctor Hugo Morales recomendándola con emoción), esa que cree que Balada para un loco es una genialidad absoluta (mis respetos Piazzolla y Ferrer, pero Balada para un loco fue siempre una simulación de poesía bastante berreta) y que hablar de temas importantes convierte en trascendente porque sí.
El espejo de los otros imagina cuatro cenas en un restaurante exclusivo, donde sólo hay una mesa y los invitados raramente regresan: es que se presenta a cada una como una potencial “última cena”, y si no lo entendimos hay vitrales con imágenes ad hoc. A Carnevale no se le escapa nada, si uno no comprendió lo que ocurrió en cada uno de los episodios, los hermanos que interpretan Pepe Cibrian y Graciela Borges luego lo comentan para que el espectador sepa de qué se trató todo. No hay lugar para la metáfora, todo es analogía. Y sobre-explicación, a los gritos: “estamos enfermos, todo es culpa de la plata” dice Luis Machin como para reafirmar que esos tres hermanos que evidentemente se odian están mal y se corrompieron por unos billetines. De todos, el primer episodio es el más funesto. Los demás, gracias a la pericia de sus intérpretes, se sostienen aún cuando caen reiteradamente en un ridículo mayúsculo: el de Oscar Martínez y Julieta Díaz es el más notable en ese sentido.
Hay en el origen de El espejo de los otros una idea de producción que es herencia directa del suceso de Relatos salvajes. Lo episódico, más aún en un mismo escenario, permite tiempos de rodaje controlados y acotados, que seducen a los actores que pueden acomodar fácilmente la agenda. Lo peor de la película es que Carnevale, con la libertad que le aportan sus éxitos recientes, abusa de esa falta de ataduras y se desboca completamente en un rejunte de exageraciones varias: se atraganta con el hecho de poder hacer todo lo que se propone. Su cine siempre tuvo presente una mescolanza muy de estos tiempos, un sincretismo ideológico y cultural, que mezcla lo new age, con el espíritu biempensante, un progresismo algo ramplón y una mirada sobre el romance decididamente edulcorada, además de un conservadurismo controlado. Aquí está todo eso, exacerbado y llevado al paroxismo. Si algo se le puede reconocer es que no tiene miedo al ridículo, se lanza de cabeza y sin red.
Pero más allá del talento narrativo de uno y otro (talento, por otra parte, que Damián Szifrón no terminó de comprobar en su película), los vínculos entre Relatos salvajes y El espejo de los otros se refuerzan a partir de un imaginario misántropo donde todo termina mal y no hay escapatoria. En definitiva, un espejo donde los espectadores pueden verse pero salir mejor parados: uno no tiene -quiere creer- la vida horrible que tienen esos tipos. Es cine tranquilizador, porque no nos termina diciendo nada demasiado complicado de asimilar. La diferencia sustancial con Relatos salvajes es el nivel de arbitrariedad y sinsentido que Carnevale maneja aquí, como si el cualquierismo fuera una de las posibilidades de la libertad. El espejo de los otros es un desatino sin igual, un feísmo estético que parecía perdido dentro del cine nacional desde los tiempos en que Subiela era convocante. Todo busca ser poesía audiovisual, se resuelve a los gritos, se apuesta por la intensidad como nivel mayor de complejidad dramática y, cuando no, se respira un aire adocenado y falso como en ese último segmento donde el amor lésbico entre Norma Aleandro y Marilina Ross apenas se lleva un piquito bastante sin ganas.
El espejo de los otros demuestra, en todo caso, que un artista con libertad absoluta para hacer lo que quiere no es lo más interesante si lo que falta es criterio para registrar y seleccionar lo que realmente vale la pena.