Martín Farina es un artesano del cine y también un detallista, a niveles obsesivos. En su nueva propuesta, El Fulgor, no solo construye un relato por ausencia, sino que, además, realiza, gracias a una inteligente edición, una puesta reflexiva sobre el trabajo, los cuerpos, el consumo y la verdad de los sujetos.
Si en sus obras anteriores la intimidad y el diálogo construían el material primigenio para plasmar a sus protagonistas, aquí, con el contraste entre materiales, día y noche, cuerpos humanos y animales, se refuerza una idea que atraviesa toda la película, que tiene que ver con el esfuerzo, la vocación y la libertad.
El carnaval de Gualeguaychú es la excusa para que el fulgor, algo tan inasible como la escencia de las personas, sea el objeto de estudio de una película pensada milimétricamente para que la coralidad de voces, aún sin haber diálogos, sea lo que prima como eje estructurante de su relato.
Una exquisita banda sonora acompasa los movimientos de los cuerpos, de esos cuerpos que trabajan, que faenan, que limpian, que errabundean desnudos, que se exhiben, se emborrachan, duermen, piden silencio, configuran la base para que desde allí se reflexione.
No es casual que el caballo, con su potencia, se constituya como referencia para que los jóvenes y tonificados cuerpos compitan de igual a igual con los equinos, símbolo de virilidad y fuerza, pero también de esfuerzo y deseo.
Los jóvenes se exhiben en el corsodromo, en el campo y en los vestuarios, imaginando que su libertad, encorsetada por normas y políticas, es la posibilidad para trascender sus existencias, las que, adoctrinadas para el trabajo, dejan al deseo en un plano secundario sin completar sus verdaderas pasiones.