Un sueño o un poema, ambos recursos aparecen definitorios en una mano que madura cada vez más su vuelo artístico, la del joven y poderoso realizador Martín Farina. Quien, a la vez que escribe la partitura visual ejerce un rol en casi todos los mecanismos narrativos del filme, o sea, que se constituye en un creador que dirige la orquesta y que al mismo tiempo ejecuta cada uno de sus instrumentos.
La narración abraza la vida campera que aquí se proyecta hacia los mágicos carnavales de Gualeguaychú, pero no como su anterior filme, Gualeguaychú el país del carnaval, sino ubicándose en la vida paralela que se crea en otro tipo de preparativos previos al festejo, el de la vida rural y sus tareas cotidianas.
Es más bien una suerte de ensayo visual, de observación atenta, con una fotografía de simpleza cuidada y una mirada concentrada en el ritual de la carne como símbolo de la comunión del festejo venidero, a la vez que, como objeto material, hueso, sangre, cuchillo y trabajadores del oficio.
Primeros planos como retratos, como rostros en su expresión genuina, en su forma pura. Esos que me evocan como en un homenaje a algunos de los rostros del maestro Raúl Perrone y su poderosa narrativa retratista.
Medida y pausada en su progresión suave y estética. Sin apuros, el tiempo pasa como discurren los días. Los animales, los hombres, la siesta, la faena. Un discurrir como una seda que se desgaja.
El fuego, los cuerpos masculinos de los trabajadores, vestidos y desnudos, la estética del cuerpo masculino observado. Una vidriera, la ciudad como manchas fuera de foco y ahí llega en la calle el palpitar de cómo germina paso a paso la fiesta.
Carnaval, intensidad y vida en movimiento, lo vivimos en campo y fuera de campo, plagada de sonidos, plagada de detalles. Difusa y nítida a la vez, donde los cuerpos hablan, el sudor manda y todo se teje como las dos caras de la vida real, blanco y negro o color, los matices con los que el ojo pinta de a pinceladas libres, este relato tan real que parece moldeado dentro de un sueño.