El director Rubén Plataneo apunta a la originalidad y a la emoción al tomar como protagonista a David, un joven rapero de Guinea que viaja como polizón en barcos de ultramar. Su pasión es la música, y en uno de esos recorridos por los mares de todo el mundo llega al puerto de Rosario, donde obtiene refugio y se obstina en adaptarse a una civilización tan distinta de la suya para tratar de grabar sus composiciones. En su Africa natal quedaron su madre, sus familiares y sus amigos, a quienes no volvió a ver, pero él no ceja en su empeño de traducir en música los aires de su tierra.
Entre lo ficcional y lo documental, El gran río refleja la adolescencia como el momento en que comienza la libertad o la conciencia de no tenerla y David, como muchos jóvenes, se asoma a un mundo que no termina de conocer, en el que se mueve con torpeza pero también con decisión. El realizador logra así narrar un tipo de inmigración diferente contada también de una manera distinta y hace de su protagonista un ser sensible que, a través de su música, intentará transitar por esa ciudad rosarina entre anécdotas de su niñez, la comprensión de aquellos a los que se acerca con su cálida sonrisa y esa vital necesidad de componer canciones que nunca pierden el sabor de su terruño. El David del film es, pues, un ejemplo de esa inmigración que busca y halla el calor de otros lugares tan distintos de los propios.
Con una música acorde con lo que se relata en la pantalla, con una impecable fotografía y con un sincero trabajo de Black Doh, esta producción rosarina se viene a sumar, pues, a una cinematografía que, aunque a veces con pocos recursos económicos, logra emocionar y permite, al mismo tiempo, insertarse en una temática que habla de amistad, de reminiscencias y de calor humano.