Ya vi, ya sufrí, ya crucé
La cara invisible del fenómeno de la globalización oculta, en realidad, la tragedia de millones de excluidos que buscan lejos de su tierra un futuro diferente. Aquellos que van a contracorriente del destino por lo general vienen acompañados de historias de vida tan ricas e intensas que podrían condensarse en minúsculas pero a la vez enormes epopeyas, donde la voluntad de la supervivencia vence el en último minuto a la impotencia.
Muchas de esas anécdotas naufragan sin rumbo por las agitadas mareas del olvido pero aquellas que llegan a buen puerto, las que consiguen quedar a flote, anclan en lo más profundo del corazón sin importar de dónde provengan porque todas atraviesan el mismo gran río: ese que separa a lo posible de lo imposible y que es atravesado a diario por aventureros como David Bangoura.
David Bangoura (Black doh es su nombre artístico) partió de muy joven de su natal Guinea con rumbo a Europa, a bordo de la parte más peligrosa de un buque mercante entre la hélice del barco y la fatalidad del agua. Fue deportado en cuatro oportunidades en las que recorrió el mundo siempre en su carácter de polizonte, obstinado por querer vivir mejor, pero la quinta fue la vencida cuando por azar quedó varado en el puerto de San Lorenzo, en Rosario.
Allí, se afincó para descubrir un país donde tras mucho trajinar consiguió convertirse en refugiado como otros de sus pares. Aprendió a hablar castellano, mientras nunca abandonó su meta artística: grabar un disco de rap y hacérselo llegar a su familia de Guinea, quienes por más de tres años no tuvieron noticia alguna acerca de la suerte de David tras embarcarse en un buque Vietnamita que terminó en el puerto de San Lorenzo con varios inmigrantes africanos en su panza metálica.
Pero como todo buen trovador, David narra su historia en las canciones rapeadas que escribe y el repiqueteo de su mensaje es universal, se entiende sin necesidad de comprender lo que dice y se sintetiza en la contundente estrofa: ya vi, ya sufrí, ya crucé.
El realizador Rubén Plataneo vio en David la radiografía descarnada de la realidad de los excluidos del mundo globalizado, que además sufren la discriminación por ser africanos para cruzar las fronteras de los prejuicios y navegar por aguas profundas en busca de un horizonte más esperanzador y entonces a través de su película comenzó a pensar en el camino inverso: el de la búsqueda de la identidad de David que se quedó allá en Guinea junto a su madre y hermanos; junto a sus amigos -también músicos como él- que se valen del hip hop para abrir las mentes de aquellos que los rodean y quizá alentar a que otros repitan la odisea de David como de tantos refugiados en distintos lugares del mundo.
El gran río, título que alude desde la poética a la distancia pero también a la unión de las historias es un documental guiado por la intuición más que por la certeza y desde allí se puede entender con más profundidad que las historias están en el aire y solamente hay que acercarse a ellas sin planes preconcebidos para que se nutran de elementos, matices y texturas distintas; para que un personaje mute a persona en un segundo y para que un relato de vida se transforme en una película de búsqueda y de encuentro cuando su origen era precisamente la pérdida y el desencuentro.