Uno de los cruces más problemáticos de la historia del cine debe ser el que lo une directa o lateralmente con el teatro. Sin embargo, la manera en que se conciben las ideas de punto de vista, de espacio y de puesta en escena son muy distintas en uno y otro caso. Algunas películas argentinas de los últimos años se hicieron eco de este vínculo y lo trasladaron a su propuesta formal. En Viola, la última película de Matías Piñeiro, el teatro aparece no sólo porque los personajes están interpretando una obra de Shakespeare sino también por la manera de moverse y de hablar que tienen los personajes, principalmente en las primeras escenas. La afectación de los rostros, desplegados inicialmente en una puesta teatral pero arrebatados luego por un plano cinematográfico, actualiza la idea de fotogenia, unión casi inexplicable entre un rostro y una cámara. Hace unos años, Alejo Moguillansky trabajó en Castro sobre la tensión entre el cine y el teatro, pero de una manera más lúdica. Los personajes tomaban las calles vacías de Buenos Aires con desplazamientos que se parecían a los de Invasión, de Hugo Santiago, aunque con sentidos más esquivos. Lo importante era violentar con movimientos coreográficos el espacio cómodo que en el cine clásico le pertenece al espectador, algo similar a lo que pretende el teatro de cámara con el público.
En El grillo, la tercera película de Matías Herrera Córdoba, el teatro aparece como tema y como forma, pero desde un lugar distinto de las películas antes citadas. En primer lugar, porque los personajes tienen una vinculación estrecha con esa disciplina artística, ya sea porque la practican en la actualidad o porque lo hicieron en algún momento de sus vidas. En segundo lugar, porque esa práctica atraviesa la manera que tienen de ver el mundo y hasta la manera de hablar.
Graciela es una mujer viuda que vive en una casa con un patio gigante. Desde el principio se presenta como esas mujeres que no necesitan esconderse detrás de capas de maquillaje para ser bellas. Tiene una relación relajada con su cuerpo y esconde en sus gestos un erotismo casi apagado, restos de una plenitud que vivió con el hombre ahora ausente. En ese patio habitado por dos gatos siameses y por Canela, una gata persa, Graciela encuentra una cierta tranquilidad. A su casa llega Holanda, una vieja amiga que viene para quedarse. Holanda se dedica actualmente al teatro y representa lo opuesto de Graciela: está cubierta de maquillaje, se la muestra tensa y suelta las palabras como esas personas que primero hablan y después piensan. Más adelante se observa que este rasgo de su personalidad es consecuente con su postura artística: el teatro es acción, según ella, no comprensión. Pero la figura que habita en la casa de Graciela no es dual sino triangular. El último miembro de esa geometría es Gabriel, jardinero de la casa y amante de Graciela, un hombre al que nada parece importarle demasiado.
Tanto Holanda como Gabriel orbitan alrededor de la casa y de la vida de Graciela. Gabriel, por ejemplo, entra y sale cuando quiere y hasta bromea en un momento sobre la posibilidad de quedarse afuera si no encuentra la llave donde suele estar escondida. La estadía de Holanda en la casa es un poco más estable, pero cuando estrene su obra seguirá dando vueltas por el mundo. En un momento Graciela dice que mientras su amiga recorría diferentes países con la actuación, ella estaba siempre en la casa, construyendo un futuro que ahora, en medio del silencio y las ausencias, se revela trunco. Esa atención puesta en sus quehaceres, en su patio y en darle forma a un hogar, se parece en algún punto al motor que tenía Hortensia en Criada -ópera prima de Herrera-Córdoba-, una mujer que paradójicamente encontraba su lugar en una casa de otros.
Graciela es el centro de lo que sucede, el ancla a partir del cual adquieren sentido y se ordenan todos los objetos de la casa, incluso de aquellos situados en una habitación que no se abre y que encierra todos los elementos que pertenecían a su marido. El olor de la humedad y de los papeles viejos que perciben Gabriel y Holanda no significa un problema para Graciela, sino un puente que la mantiene conectada con ese pasado. Una fuerza invisible, que tiene la forma de una pesada nostalgia, mantiene su cuerpo inmóvil.
Uno de los aspectos principales del mencionado cruce entre el cine y el teatro se encuentra en el modo de hablar de los personajes. La voluntad del Nuevo Cine Argentino por trabajar con actores no profesionales siempre tuvo que ver con una búsqueda alejada de las convenciones del viejo cine, gritón más que declamatorio. La reconversión de ese aspecto a través de la improvisación o de la disminución casi absoluta de expresividad (como en el tono monocorde que propone Martín Rejtman, Juan Villegas o Ezequiel Acuña) implicó una frescura inusual. Es difícil no acordar con estas posturas y sus resultados, pero también es cierto que al final de cuentas funcionan como un corset. Cuando por ejemplo se abordan las películas de Santiago Loza –director con el que El grillo, sin ser deudora, mantiene un cierto parentesco–, se cae en la tentación de decir que son solemnes, un adjetivo que en la mayoría de los casos no pasa de ser reductivo.
En El grillo, Holanda explica que para ella los personajes ya no existen, que en la actualidad no pasan de ser meras herramientas del director, tanto en el teatro como en el cine. El comentario parece más bien una declaración de principios de Herrera Córdoba, un director que hasta ahora había trabajado en un registro más documental y que en esta película se entrega al riesgo de los diálogos pulidos y masticados. No se trata de un intento por darles a las cosas más gravedad de la que tienen, sino por permitirles a los personajes que digan lo que tengan que decir sobre sí mismos o sobre su manera particular de ver el mundo. En ese sentido, el director no se alejó de esa línea femenina que había trazado en Criada o en Buen Pastor, una fuga de mujeres; lo importante no es tanto la historia o la Historia, sino cómo es (o fue) la experiencia de las mujeres que retrata o inventa. Y el monólogo, recurso que en la película tiene más presencia que el diálogo, es la expresión máxima de ese intento por ingresar en la piel de un personaje, en su pasado y en sus huellas. Pero Herrera Córdoba es consciente del riesgo de hermetismo que esconden las películas intimistas. Por esa razón, la necesidad de apertura llegará en algún momento y explotará con la fuerza de una clarividencia.
Más allá de las palabras, El grillo trabaja en una vía subterránea, repleta de hojas verdes, gatos que deambulan y alambres de púa situados en los límites de la casa. Hacia el final, en un gran momento, la cámara registra con detalle la pelea entre dos gatos y los pelos que quedan suspendidos en el aire cuando se retiran del plano. No hay en la película otro momento que registre con tanta intensidad el microscópico movimiento que hay en cada fotograma ni la extrañeza que sentimos cuando después de muchas palabras, pronunciadas con sinceridad, se impone el silencio.
Este ensayo fue publicado, con algunas modificaciones, en el libro DIORAMA, ensayos sobre cine contemporáneo de Córdoba. Ed. Caballo Negro, Córdoba.