NEBULOSA SIMBIÓTICA
_ Vos no me crees nada de lo que te conté, ¿no?
_ Yo creo que vos lo crees.
Ese breve diálogo entre Lorenzo y Julieta encierra la clave argumental de la última película de Sebastián Schindel donde el protagonista convive con una puja constante entre el desequilibrio –elevado a síndrome de Capgras– y la realidad, entre certezas instintivas e incertidumbres, entre su mirada y la perspectiva de los demás. Un límite muy fino, por momentos casi invisible, sostenido mediante confidencias, pensamientos y acciones ambiguas hacia los amigos y, en menor medida, con Sigrid. Si bien dicho recurso permite el desarrollo de algunas escenas sumamente logradas como la extraña presentación del bebé con un padre más perturbado que feliz y plagada de reglas como sacarse los zapatos, tener las luces bajas o comprar ropa de determinada tela para el recién nacido y mantiene cierto estado de duda en los espectadores y en Renato y Julieta respecto a qué postura tomar con él, también atenta contra el rango de matices posibles de la personalidad de Lorenzo. En varias ocasiones se lo percibe aplacado, contenido en los exabruptos, sin ganas de defender su verdad –no luce decidido frente a la jueza ni habla con los amigos sobre las medidas de la esposa durante el embarazo– y hasta acepta en silencio no formar parte de la vida del hijo en lugar de conversar con ella sobre sus convicciones o ritos.
Al mismo tiempo, el director se apoya en el concepto de lo siniestro para subrayar cómo esa cotidianidad se encuentra rodeada de tonalidades oscuras, pesadas y cada vez lo aprisiona más desde la fachada de la casa, el laboratorio organizado en el sótano, los colores de los cuadros y paredes, la llegada de la anciana noruega o los cambios de las habitaciones; en la analogía entre los moluscos, humanos y objetos ya sea como tema de la serie del pintor o del doctorado de la bióloga, en la forma en que tienen sexo en la primera escena donde enseguida él toma agua o ella se agarra las piernas como feto, con la bañera de metal llena de agua como metáfora de útero, en la panza de la embarazada y hasta en el formato de los extractores o demás artefactos conectados a la parte de afuera de las ventanas y como bien remarca la joven escandinava en que todos se preocupan más por el parto que por el embarazo en sí mismo. Mientras que los personajes se desconectan de ese estado, ella lo estudia y se encarga de las medicaciones, de la partera que la asista, del hogar y de los alimentos que cree convenientes.
Desprendido de esto, el otro gran tema de El hijo –basada en el cuento Una madre sobreprotectora de Guillermo Martínez – tiene que ver con diferentes miradas sobre la maternidad y paternidad: cuáles son los límites de los roles de cada uno, a quién pertenece –si es que lo hace a alguien– el recién nacido, cómo se establecen los vínculos, qué cuidados se tienen, qué defiende cada postura respecto al parto en hospitales o en la casa, cuál es el nexo entre un bebé y la medicina, qué siente una embarazada, qué tratamientos existen para la concepción, cómo se reconocen las necesidades del bebé, entre otros, a partir de un paralelismo entre ambas parejas que buscan formar una familia, el inexistente lazo con las hijas del matrimonio anterior que viven en Canadá y una nueva oportunidad para remediar las conductas pasadas. Como broche narrativo, los diálogos en noruego sin traducción entre las mujeres para resaltar la incomunicación de pareja, de lo cotidiano, de compartir o conocer al otro, ese estar fuera tan subrayado en un parto fuera de campo con la puerta cerrada, gritos y palabras desconocidas. En definitiva, un extrañamiento completo que realza lo sombrío desde la esfera íntima y un escaso debate dentro de la sociedad respecto a estos temas universales y más vigentes que nunca.
Por Brenda Caletti
@117Brenn