Relectura masculina de "El bebé de Rosemary"
El director de El patrón deja atrás el realismo social para abrazar lo pesadillesco, la estilización visual y los códigos narrativos del thriller psicológico de tintes fantásticos.
Sebastián Schindel desarrolló una interesante carrera en el ámbito documental (Rerum Novarum, Mundo alas, El rascacielos latino) antes de incursionar en la ficción con El patrón, radiografía de un crimen, que abordaba la explotación laboral a través de la figura de un cortador de carne del interior del país que, una vez llegado a Buenos Aires, era manipulado y denigrado laboralmente por su jefe. Allí nunca se escondía el origen documentalista de su hacedor, con una cámara cercana a los personajes y los objetos, atenta al detalle y al gesto mínimo, como normas constantes. En El hijo, su segunda ficción, Schindel deja atrás la denuncia y ese realismo social crudo y seco para abrazar lo pesadillesco, la estilización visual y los códigos narrativos del thriller psicológico de tintes fantásticos. Una fantasía que podría o no ser real, según se desprende del punto de vista del protagonista, que es también el del relato.
El hijo funciona como una relectura de El bebé de Rosemary pero con un personaje central masculino, convirtiendo a la paternidad en una experiencia traumática. Entre medio, la progresiva disolución de la familia conformada por Lorenzo (Joaquín Furriel, también protagonista de El patrón) y la noruega Sigrid (Heidi Toini). A todas luces hay poco en común entre ellos, en tanto él proviene del mundo bohemio de la pintura y las artes plásticas y ella, de la biología, lo que preludia la clásica polarización entre arte y locura versus lógica y cordura. Esas diferencias se harán más evidentes cuando, de cara al nacimiento del primogénito de la pareja (Lorenzo ya tiene un par de hijos viviendo en Canadá a los que no ve), ella decida tenerlo en casa bajo los cuidados de una partera. Algo llamativo teniendo en cuenta la formación científica de Sigrid, pero entendible cuando se sepa que arrastra varios embarazos perdidos.
Los problemas empezarán cuando, de buenas a primeras, Lorenzo descubra que la partera no solo vivirá con ellos, sino que es una anciana danesa que no habla una palabra de español. Anciana que con solo verla -batón gris, peinado tirante, rostro pétreo e inmutable: toda una celadora de orfanato de película de terror- es evidente que es bastante más que una enfermera tradicional. La película -basada en el cuento La madre protectora, de Guillermo Martínez- propone dos narraciones paralelas, desarrollando a la par las vísperas del nacimiento y lo ocurrido un tiempo después, cuando ese padre tenga prohibido acercarse a su familia y se vea obligado a hacer un tratamiento psiquiátrico. Sus únicos sostenes son una ex pareja que casualmente es abogada (Martina Gusman) y su novio (Luciano Cáceres), quienes lo asistirán cuando Sigrid empiece a dejarlo sin voz ni voto en la crianza del bebé, lugar que es ocupado por la partera silente. A partir de ahí, Schindel apuesta a un enrarecimiento de lo cotidiano que empujan a Lorenzo al abismo de una locura resaltada por la fotografía ominosa del legendario Guillermo Nieto y la actuación de Joaquín Furriel en plan animal acorralado.