El hijo comienza con lo que pronto se percibirá como una amenaza latente: un acto sexual mecánico y metódico, cuyo único propósito es llegar a la concepción. La pareja que busca el deseado hijo del título está compuesta por Lorenzo, un artista bohemio (Joaquín Furriel) y Sigrid, una bióloga escandinava (Heidi Toini). No parecen la clase de personas que podrían enamorarse, especialmente porque de los dos hay uno que claramente no comparte esa obsesión casi vanguardista de criar a una nueva persona bajo ciertos cánones experimentales. Lorenzo, comprenderemos pronto, ya es padre, aunque no puede ver a sus hijos por cuestiones legales. También tiene un pasado alcohólico, y estas dos cosas sumadas, se entiende, no presentan el mejor cuadro posible ante un conflicto familiar.
Y el conflicto, claro, no tarda en llegar. De hecho, se presenta ya durante el parto mismo, al cual la figura paterna no puede acceder porque sucede en su propia casa y a puertas cerradas. Quien oficia de partera es una señora noruega que no habla una palabra de español, y que fue quien en su momento trajo al mundo a Sigrid.
Así El Hijo comienza a coquetear con el suspenso y hasta el terror, entregando algunos pasajes dignos de un film de Roman Polanski al estilo de El Bebé de Rosemary o El Inquilino (la forma claustrofóbica con la que el director Sebastián Schindel juega con los espirales en la imagen resulta verdaderamente hipnótica). El único problema es que el film, concentrado en sus climas opresivos y la excelente interpretación de Furriel, se olvida por completo de ciertos aspectos de la caracterización de sus personajes. Fundamentalmente aquellos que explican el porqué de sus acciones. Si bien pequeñas sutilezas permiten esbozar teorías, los planes de Sigrid resultan una verdadera incógnita, y así se torna difícil comprenderla como antagonista de la historia. Posiblemente en su versión literaria, El Hijo, novela de Guillermo Martínez, ofrezca más respuestas.