De pintura y locura
Después de un tiempo alejado de su entorno, un artista plástico maduro intenta rehacer su vida marcada hasta entonces por el alcoholismo y una familia que no supo conservar a su lado. Con entusiasmo renovado y nueva joven esposa (una bióloga escandinava con la que ya están planeando un embarazo), Lorenzo reaparece en una reunión social donde descubre con alegría que su mejor amigo está embarcado en un proyecto similar junto a su pareja, una abogada que supo tener una relación con Lorenzo años antes.
Ellos serán el ancla de Lorenzo cuando comience a preocuparse por algunas actitudes de Sigrir durante el embarazo y, luego, por su habilidad de cuidar al hijo recién nacido, tarea para la que hizo venir desde Noruega a la mujer que la crió a ella.
Ambas mujeres organizan el parto dentro del hogar por desconfianza hacia los médicos que la atienden, para después abocarse laboriosamente a los cuidados de un bebé que según ellas padece de una salud frágil, obligando a mantenerlo aislado del resto de la gente. Desesperado ante la posibilidad de perder a otro de sus hijos, Lorenzo se convence de que las dos mujeres están complotadas para sacarlo de la vida del recién nacido, pero no tiene forma de demostrarlo.
Extranjero en casa
La trama comienza narrada en dos tiempos, con un bache intermedio donde no sabemos bien qué ocurrió pero que claramente puso al protagonista en problemas con la justicia e imposibilitado de estar con el hijo. Del otro lado tiene a dos noruegas que lo hacen sentir excluido dentro de su propia casa, donde de un día para otro pierde todo poder de decisión y apenas le permiten tener contacto con el bebé.
Poco a poco van revelando algunas piezas faltantes para entender lo sucedido, mientras lo vemos defender tanto su inocencia como su cordura. Lorenzo no da muchas razones para creer en ninguna de las dos, porque se pone violento cada vez que alguien duda de su convicción de que el pequeño Henrik fue reemplazado por otro niño a quien no reconoce como su hijo. Sus únicos aliados son Renato y Julieta: ella lo asesora legalmente, y le dan lugar para vivir junto a ellos por más que no creen en su historia o reciben sus maltratos.
Aunque bien ejecutada y realizada, gran parte del peso dramático de El Hijo cae sobre la interpretación de un protagonista que logra transmitir toda la desesperación que padece, a veces solo con la mirada. Está bien acompañado en la tarea, sobre todo por las dos mujeres con quienes convive: ellas logran construir a su alrededor un clima turbio y misterioso incluso en los actos más cotidianos de la rutina diaria, con una herramienta tan simple como usar un idioma extraño para nosotros.
Con menos brillo pero igualmente necesario es el aporte del resto del elenco, quienes no siempre parecen tan conectados con él como afirman sus palabras, pero son los que entregan una mirada lateral de los hechos para cuestionar a un narrador que no parece ser muy confiable.
Por más que siempre desentona ver a un varón intentando hablar sobre la maternidad, tiene el relativo acierto de hacerlo a través de los ojos de un hombre afectado por sus fracasos previos como padre y que tampoco es completamente racional en su accionar; principalmente por la decisión de embarcarse en esta nueva relación junto a una persona que claramente apenas conoce, y con quien queda evidente desde un principio tiene profundas diferencias ideológicas sobre la crianza, la medicina y los roles que cada cual cubrirá en la vida del recién nacido.
Solo hay pequeñas cuestiones que parecen no haberse trasladado bien del papel a la pantalla, algunas por poco explicadas, otras por anecdóticas, y unas pocas que al faltarle algún detalle que debería ser relevante más tarde son forzadas dentro de una imagen inverosímil. Pero ninguna de ellas alcanzan para romper con la tensión ni el ritmo de una historia que sostiene el interés hasta el final, un final que podría haber llegado una escena antes aunque quizás se sintieron obligados a continuar por miedo a dejar demasiado sin explicar.