LA MALDICIÓN DE LA PATERNIDAD
En su ópera prima de ficción, El patrón, radiografía de un crimen, Sebastián Schindel evidenciaba capacidad para crear climas opresivos y momentos de sinceridad desde lo puramente corporal, pero trastabillaba cuando quería enhebrar un discurso desde los diálogos y las sentencias, tanto judiciales como lingüísticas. Teniendo en cuenta esto, El hijo representa un paso adelante, que está dado por los pasajes donde no se apega al realismo o las sentencias, sino a las atmósferas que lindan con lo solo se intuye, lo ilógico, lo inexplicable y hasta lo sobrenatural.
Basada en el cuento Una madre protectora, de Guillermo Martínez, la película se centra en Lorenzo (Joaquín Furriel), un pintor de unos cincuenta años que trata de reconstruir su vida, luego de pasar momentos difíciles atravesados por la pérdida de contacto con dos hijas, dificultades en la profesión y alcoholismo. Todo parece encarrilarse cuando su nueva mujer, Sigrid (Heidi Toini), le anuncia que está esperando un bebé, pero el embarazo se convierte en un proceso tortuoso, en el que ella exhibe un comportamiento elusivo y obsesivo –que se acrecienta a partir de la ayuda de una partera (Regina Lamm) que trae de su país de origen, Noruega-, y todo se agrava en cuanto nace el bebé, hasta empezar a desequilibrarlo emocionalmente.
Este núcleo narrativo, plagado de conductas difíciles de entender por parte de Sigrid y con Lorenzo impotente, es tan incómodo como logrado: lo que prevalece es la inestabilidad –pautada en buena medida por idas y vueltas temporales que van cimentando los distintos enigmas-, además de la sensación de que al protagonista lo acosan fantasmas presentes (esa compañera sentimental convertida en alguien hostil y con acciones que indudablemente tienen motivos ocultos) y pasados (esas hijas que no ha vuelto a ver, el alcohol rondando como posibilidad constante). Lo paternal (a la par de lo maternal, por qué negarlo) pasa a ser una maldición, haciendo eclosión en la figura de ese hijo que se quiere y desea, pero al que al mismo tiempo cuesta reconocer como propio.
En cambio, cuando Schindel se aleja de ese hogar que en vez de refugio es una condena, para hacer hincapié en los que miran desde afuera –los amigos encarnados por Martina Gusman y Luciano Cáceres, el Poder Judicial, las fuerzas policiales-, El hijo trastabilla, y bastante, al ponerse entre sensiblera y sentenciosa. Más aún porque ese afuera obliga a establecer un verosímil sólido desde las acciones y sus implicancias espacio-temporales, y la película no lo consigue instaurar en unos cuantos pasajes. Hay, de hecho, varias decisiones, eventos y diálogos que hacen mucho ruido y llevan a preguntarse si no faltó un trabajo de repaso en el guión para ajustar tuercas. Si la falta de certezas es el principal activo del film, cuando quiere establecer un marco de racionalidad y realismo es cuando quedan más a la vista las manipulaciones y los hilos moviéndose para mover la trama en la dirección deseada, lo cual lleva a que pierda impacto.
La secuencia final de El hijo resume buena parte de sus fortalezas y debilidades: hay una dosis de inquietud importante (potenciada a partir de un inteligente uso del fuera de campo), que pone al film en un lugar distintivo y arriesgado dentro del panorama del cine argentino actual; pero también un componente de arbitrariedad difícil de justificar. Aun así, muestra a un realizador capaz de combinar con habilidad el drama íntimo y familiar con un suspenso que bordea el terror, y que incluso se atreve a insinuar una visión sobre la institución familiar alejada de los lugares políticamente correctos. No es poco y merece tenerse en cuenta.