El emperador desnudo
Ben (Michael Douglas) no tiene ningún problema. Ninguno. Bueno, así lo ve él, por lo menos: lo que no le gusta, simplemente no lo escucha. No lo ve, lo borra. Ben transita hacia la sexta década de vida con las mismas mañas que tenía a sus treinta años, despreciando los buenos consejos de su familia, su ex esposa (Susan Sarandon) y cualquiera que lo aprecie, ya no digamos que lo quiera.
En un chequeo de rutina, le revelan que tiene una afección cardíaca en progreso a la que hay que ponerle atención. Apenas impresionado por la novedad, Ben sigue con su ritmo de vida habitual. No obstante, algo ha cambiado; como si la sombra de esa enfermedad inminente hubiera desatado una serie de fatalidades, sus negocios y su vida personal comienzan a declinar. Así las cosas, Ben no podrá negarse por mucho tiempo más a enfrentar las consecuencias de sus acciones pasadas y presentes. También descubrirá que, contra lo que siempre ha creído, no puede enfrentarse solo al último tramo de su existencia y que tiene que tomar medidas urgentes para revertir el proceso de aislamiento en el que quedó atrapado.
Esta es la clase de filmes en los que Michael Douglas destaca como los grandes actores pueden hacerlo: trascendiendo la pantalla, haciéndola brillar. No es casual que de sus últimos filmes, más de la mitad abordan el tono de comedia ("El rey de California", "Los fantasmas de mis ex", por ejemplo) y en uno de ellos, puntualmente (la notable "Wonder Boys", de Curtis Hanson) se revela tal cual lo hace aquí: a veces insufrible, a veces brillante, con esa opacidad que le saben dar los años a un diamante en bruto. Justamente, como es el personaje de Ben Kalmen.
Sin embargo, la sucesión de situaciones en las que el personaje no hace sino reafirmar una idea central puede jugarle en contra, dejando al espectador a la deriva en algunas escenas por la monotonía de esa repetición. No hablemos de la inevitabilidad de un desenlace bastante anunciado, aunque con el beneficio de una incertidumbre final que lo levanta un poco.