Lejos de noquear En la estación de trenes de Consitución hay un gimnasio, en un subsuelo. Ese lugar es, ya de por sí, un personaje. Allí está Santoro, el entrenador, y los muchachos que ahí entrenan, sea a modo recreativo o para llegar a ser profesionales del boxeo. Cruz pone al espectador a espiar lo que sucede en ese lugar. A veces se puede oir con claridad lo que allí se habla, otras no tanto. Se puede oir a Santoro dando indicaciones claras a un joven sobre cómo moverse en el ring, cómo usar sus pies -parte del cuerpo tanto o hasta a veces más importante que los puños-, de qué forma acercarse y alejarse del rival. Pero el director amarretea la información visual al espectador. Mientras se habla de movimiento, de entrar y salir, de los pies, el director cierra más el plano sobre las cabezas de los protagonistas de la escena privándonos de observar la enseñanza. La falta de información es una constante en este documental que apenas sí testimonia la existencia de esos seres y del gimnasio que frecuentan. Poco o nada sabremos de la historia del novel púgil que va en busca de una victoria que le renueve la esperanza. Casi nada conoceremos sobre la vida del entrenador, y mucho menos sobre ese pintoresco gimnasio escondido al costado de un andén. Lo único que sabremos es aquello que, como fisgones que el director nos propone ser, logremos captar de las crípticas conversaciones que tengan algunos de los partícipes de este relato. El director parece centrarse en un hecho recién hacia el final. Con mucho de frío testimonio por un lado, algo de recreación por otro, siempre errático, sin definir exactamente qué es lo que quiere contar, así es este documental breve y poco sustancioso.
El peor fin Un grupete de actores es testigo del fin de una era. Final apocalíptico en el más bíblico de los sentidos. Son algunas de las nuevas figuritas de la comedia estadounidense surgida en los últimos años, más James Franco, dúctil actor que ha sabido lucirse en más de una oportunidad. Todos actúan con sus nombres reales, fingiendo ser ellos mismos, autoparodiándose en el marco de un guión plagado de chistes sobres drogas y autosatisfacción sexual, muy propios de quienes atraviesan la famosa "edad del pavo". Seth Rogen y Jay Baruchel son los primeros que ven las extrañas luces que bajan del cielo mientras la tierra cruje. Rápidamente vuelven a la mansión de James Franco para advertir sobre lo sucedido a todos los que allí celebran una fiesta. Pronto ese lugar se convertirá en el último refugio desde donde resistir el apocalípsis. "Este es el Fin" no termina de ser todo lo graciosa que se propone ser, es errática en el relato y poco efectiva en lo paródico del estilo de vida hollywoodense, eso en parte por los ignotos -por estos lares- protagonistas del filme. Sin dudas lo peor llega al final, donde la parodia irreverente se somete a la leyes de un mercado que precisa promocionar sus productos, en este caso uno que causa gracia, por su patetismo.
La caída de Hirschbiegel En el año 1997 el mundo se conmocionó ante la trágica muerte de la Princesa Diana de Gales, popularmente conocida como Lady Di, a los 36 años de edad. Millones de personas en todo el planeta ya se habían emocionado al verla contraer matrimonio con el príncipe Carlos de Inglaterra, en 1981. A partir de entonces sería "la princesa del pueblo", dado su origen plebeyo y su posterior actitud más cercana al común de la gente que a la estricta disciplina que el protocolo le imponía. El alemán Oliver Hirschbiegel, responsable de "La Caída", defrauda con este relato soso más propio de un telefilme para la hora del té que para la estatura del personaje que intenta abordar. El relato se centra en los últimos dos años de vida de la aún joven Diana, en el affair que mantuvo con el Dr.Hasnat Khan, tal vez su gran amor pero con quien no pudo establecer una relación estable en el tiempo. Sin riesgo alguno en lo cinematográfico, y con una Naomi Watts incapaz de profundizar en un personaje que daba para más, pero que se ahoga en un guión débil, sin trascendencia alguna, que prefiere quedarse en la superficie de las cosas desaprovechando todo el material que Diana dió durante años de desafío al "deber ser". Una princesa que quería vivir, eso era Lady Di, no ser una adorno más de esa monarquía que la despreciaba y a la que más de una vez incomodó. La princesa del pueblo a la que en este filme no se le hace justicia alguna.
Príncipe de dos reinos En las modernas discusiones y perspectivas sobre la ambición occidental por el petróleo de medio oriente, casi siempre quedan soslayadas las históricas contiendas tribales por el espacio vital y el dominio que han sostenido los clanes del desierto desde hace miles de años. En este contexto casi tangencial para el cine mainstream se desarrolla (o al menos esa ha sido la intención) la historia del príncipe Auda (Tahar Rahim), que desde su más tierna infancia quedó al cuidado del sheik rival de su familia, Nasib (Antonio Banderas) como prenda de paz. Alejado de su padre, el sultán Amar (Mark Strong), el joven príncipe se revela más bien como un intelectual que como un hombre de acción. Pero esto va a cambiar drásticamente a raíz de una serie de eventos que en cuestión de pocos años invertirán el precario equilibrio de poderes. La ambición de Nasib ante la probabilidad de que las tierras neutrales en litigio puedan ser explotadas por empresarios petroleros norteamericanos, con pingües beneficios para su pecunio, es tan fuerte como para pasar por encima de años de tradición y honor tribales. Y Auda quedará en medio de un conflicto de ribetes que exceden el aspecto personal, involucrándose cada vez más en el aspecto político a la par que se reencuentra con su envejecido padre y crecen sus perspectivas de convertirse en el nuevo líder de las naciones árabes. Jean-Jacques Annaud sostiene una larga tradición de cine contemplativo, moroso, con gran apoyatura en la fotografía y una afición por los espacios abiertos que también encuentran lugar en esta, su producción más moderna. No sólo por la contemporaneidad y vigencia del argumento, sino porque su marca personal (como quedó demostrado en "Enemigo al acecho", lo último que estrenó comercialmente en nuestro país) mejoraba con la inclusión de las relaciones y pasiones humanas en un contexto de conflicto, en este caso bélico. El guión es sólido y hace de esta una película que puede verse desde la perspectiva cinéfila más conservadora, pero también como un entretenimiento con contenido. Si bien se nota en su factura los aires a superproducción, "El príncipe del desierto" no es un blockbuster ni busca serlo (como sí sucedió con la fallida "Cruzada", de Ridley Scott) y esta aparente contradicción entre el espíritu épico y un trasfondo interpretativo más bien aséptico (en el que no colaboran las tibias interpretaciones de Antonio Banderas y Freida Pinto, que se llevan bastante metraje) hacen que la propuesta se revele por momentos incierta, descuidada en su narrativa.
El vacío que te habita Entre la vida y la muerte hay un lugar que las religiones han definido de manera diversa. En ese lugar está destinado a habitar por tiempo indefinido el joven Oscar, drogadicto y dealer insignificante, portador de una traumática infancia y obsesionado con proteger a su hermana Linda, de quien estuvo separado gran parte de su corta vida. De la forma más absurda, Oscar muere en el baño de un antro llamado The Void y, de alguna manera, esta muerte signa su camino al próximo plano. A través de un viaje delirante, onírico y pesadillesco, el pasado remoto e inmediato de Oscar se mezclan con el presente donde él ya no está, con su hermana definitivamente huérfana de toda familia, con los conflictos de sus amigos y conocidos. Y él, testigo enmudecido, no parece capaz siquiera de controlar el devenir de ese viaje alucinado. Sólo hay un lugar donde semejante delirio psicodélico podía transcurrir: la Tokyo nocturna, llena de leds y luces fluorescentes, con el ritmo vertiginoso de un videoclip. Sólo allí el espíritu de Oscar puede sobrevolar entre dimensiones de tiempo y espacio, meterse en la cabeza del hombre que fornica con su propia hermana y revivir un pasado enterrado en lo profundo de su inconsciente. Y sólo allí encuentra Gaspar Noé el terreno para explayar su fantasía visual, espiritual y onírica, si bien la exploración siempre apunta más a lo sensorial que a lo metafísico. Noé muestra en esta nueva película por qué se toma su tiempo entre producción y producción. Su afán estético es tan inmenso que se apodera no sólo de la pantalla sino de los sentidos del espectador: es un provocador visual, sensitivo, que explora sus temas predilectos desde cada ángulo posble. Así, el sexo, la violencia, las complejas relaciones familiares, los recuerdos y los sueños truncos de una juventud que podría ser bella y feliz (en "Irreversible" ya planteaba con mucha madurez algunos de estos tópicos) se cruzan en medio de un complicado background de luz, color, sonidos, por momentos monótono y tedioso. Si bien la trama es interesante y las actuaciones cumplen, el ritmo y la sobrecarga visual atentan contra espectadores dispersos o aficionados a una narrativa más clásica. Pero ya se sabe: el cine de autores como Noé no es para cualquier público.
El niño y su búsqueda Oskar Schell (Thomas Horn) tenía ocho años cuando su padre murió en los ataques del 11S al World Trade Center de Nueva York. A un año de aquella tragedia, se mantiene lo más proactivo posible, en tanto su madre (Sandra Bullock) se sume en una depresión negra, que acentúa su severidad. Un día, Oskar encuentra una llave y una nota, e interpreta que su padre tiene un mensaje póstumo para él. A la caza de la historia detrás de la llave, Oskar se reencuentra con un abuelo desconocido (Max Von Sydow) y con cientos de personas que dejan de ser, a su vez, desconocidos, para convertirse en aliados de búsqueda. El niño (o el joven) en busca de una respuesta, un mensaje, una historia, es lo que conecta las dos novelas de Jonathan Safran Foer que fueron llevadas al cine hasta la fecha. La primera, "Una vida iluminada", fue dirigida por Liev Schreiber y abreva no sólo en la nostalgia y el golpe emotivo sino también en un cierto cinismo no excento de humor negro. Esta otra, sea por su temática o debido a la adaptación del guionista Eric Roth, o (y quizá esto sea lo más acertado) a la dirección de Stephen Daldry (bien en "Las Horas", notable en "Billy Elliot", definitivamente excesivo en "El lector") se empapa de efectismo y sensiblería de manual. Pero demos gracias a la intuición de los responsables del casting por la presencia brillante y efectiva de Thomas Horn, un niño cuya sensibilidad supera la ficción y llega al espectador generándole auténticas emociones. En sus hombros cae el peso de un personaje sensible, inteligente, hiperactivo, que esquiva (a veces por muy poco) los excesos en los que abunda prácticamente toda la trama. Este es uno de esos casos donde desde los avances hasta los afiches hablan del tipo de película que se va a ver. Así que no se puede alegar desconocimiento cuando se entra a la sala y las secuencias iniciales juegan con los golpes de efecto más transitados del 11S; si se puede superar la sana indignación del lugar común, se pueden apreciar los puntos más fuertes. A saber: una banda sonora digna de Daldry a cargo de Alexandre Desplat, las actuaciones del niño protagonista y Max Von Sydow como su abuelo paterno y el timing justo para que las dos horas de metraje sean llevaderas.
Musical romántico a otro nivel En la moderna Paris, Ismael (Louis Garrel) y Julie (Ludivine Sagnier) son dos jóvenes que se adoran y llevan adelante una relación aparentemente sana y sin fisuras. Sin embargo, un día se ofrece la posibilidad de realizar un trío con Alice (Clotilde Hesme), la secretaria de Ismael, y esa firmeza aparente comienza a tambalear. Las inseguridades de Julie, la inestabilidad de Ismael se vuelven puntos de desequilibrio importantes y la pareja enfrenta una crisis aparentemente irreversible. La increíble performance del trío protagónico, el equilibrio entre lo dramático y lo musical y un timing que delata el pulso de un verdadero profesional, alcanzan a subsanar las mínimas fallas del guión en la segunda mitad del filme, redondeando un producto para destacar en una cartelera bastante mediocre y uniforme. Si bien este tipo de filmes... y nos referimos a comedia dramático-musical francesa, no tiene demasiado atractivo para un público masivo (recordar el estreno bastante limitado de "8 mujeres", que se impuso a fuerza de elenco y de un director en boga como era Francois Ozon), no hay justificativo para un estreno tan tardío. Estamos frente a una cinta que tuvo su debut europeo en 2007 (¡se van a cumplir cinco años!, nada menos) y que pasó al menos en dos ocasiones por pantallas del circuito no comercial argentino. Que, por caso, se puede conseguir en versiones alternativas (DVD, BluRay, otros formatos de distribución "popular", guiño-guiño) y cuyo mayor boca a boca fue decayendo desde su primera proyección no comercial, agotando la posibilidad más fuerte de sacarle algún rédito económico. Es una pena que apuestas de tan alta calidad y originalidad estética queden relegadas a paupérrimas condiciones de exhibición porque el criterio general no sostiene al Cine como prioridad.
Un final que es principio (parte 1) Bella (Kirsten Stewart) le cumple finalmente el sueño a su muy chapado a la antigua novio vampiro Edward (Robert Pattinson) y se convierte en su esposa en una ceremonia larga y clichosa que será muy del agrado del fandom local. Lo bueno comienza cuando Jacob (Taylor Lautner), el mejor amigo de Bella y tercero en discordia, se percata del peligro real que corre una frágil humana como su amada en la inminente luna de miel. Desoyendo las advertencias de sus dos amores, la joven se empeña en llevar la vida de una recién casada "normal" (es decir, sexo incluído) y al salirse con la suya, desata la reacción biológica más inesperada: después de todo, ¿quién pensaría que algo podría gestarse de la relación carnal de un ser humano y un vampiro? Con Bella de regreso en estado de salud crítico, Jacob y su manada de licántropos enfrentan nuevamente la posibilidad de entrar en conflicto con el clan vampírico de los Cullen, que protege a su nuevo miembro con celo. ¿Se quebrará finalmente la tregua entre estas especies antagonistas? Y si Bella finalmente se enfrenta a una nueva existencia inmortal, ¿qué será de sus relaciones humanas? Pocos fenómenos cinematográficos le deben tanto al marketing, y se explican tanto por la misma razón, como la saga Crepúsculo. Si no, sería difícil creer en el éxito rotundo de una serie de filmes que tiene como protagonistas a una chica torpe e inexpresiva y a un vampiro casto. Justo un vampiro: el epítome de la sensualidad. Bien, Stephenie Meyer y sus adaptadores cinematográficos se tomaron su tempo para darle a la saga la cuota terrenal de sexo, violencia y dramatismo que se espera habitualmente de estas propuestas. La espera terminó y aquí se podrán ver con algún detalle, los entresijos de la accidentada vida conyugal de Bella y Edward. Si la adaptación arruinó por completo el segundo mejor libro de la tetralogía ("Eclipse"), en esta ocasión Bill Condon se esforzó por conseguir una mayor fidelidad al original tanto en lo narrativo como en lo tocante a tensión dramática. El resultado es un filme cuyos personajes adolecen del mismo problema que en las anteriores entregas (poca profundidad y menos convicción a la hora de transmitir sus emociones), pero al menos ahora la espera de que pase algo está matizada por un factor moral nunca antes planteado, aunque bastante más interesante que los conflictos entre la parejita (o trío: no olvidemos al buen Jake) protagónica. La trama avanza muy lentamente en el principio, sólo para regodeo de las fanáticas: promediando la accidentada luna de miel de Edward y Bella la acción crece progresivamente y ya no decae hasta unos muy bien logrados veinte minutos finales. Definitivamente, si había una cinta de "Crepúsculo" que mereciera atención y cuidado, era esta. Vienen bien: ahora habrá que esperar a la segunda parte.
Casi final feliz Ha pasado un tiempo desde que Roja y su pandilla (el Lobo no-tan-feroz, la ardilla Twitchy y la superespía encubierta Abuela Abigail) mandaron al villano Conejo a su encierro final en el loquero. Mientras Roja entrena en un lugar lejano junto a la Hermandad de la Caperuza, su pandilla sufre una importante pérdida cuando la Abuela es secuestrada por una nueva supervillana, una poderosa Bruja que vive en una casa de caramelo y galletitas y que amenaza comerse a dos niños, Hansel y Gretel. Al regresar junto a su equipo, el desafío de Roja es descubrir cuál es el vínculo entre la misteriosa nueva criminal con el malvado Conejo, y para qué necesita a su Abuelita. Eso, si el torpe Lobo no arriesga nuevamente toda la operación. Roja está de regreso y si bien el factor sorpresa ya no es una variable a tener en cuenta, los productores consiguen una trama simpática, sencilla, con anclaje en varios cuentos clásicos a los que subvierte con guiños tan rápidos que pueden pasar desapercibidos. Si bien la primera de estas películas ofrecía un planteo fresco y original que superaba (o por lo menos desviaba la atención de) la poca calidad de la animación, en esta segunda parte que no evolucionó nada en lo cualitativo los chistes quedan por momentos fuera del alcance del entendimiento de los más chicos. Sin embargo, la acción sigue siendo la misma, dinámica y bien lograda, con un buen timing para atrapar la atención.
El corazón (detrás) de la máquina Charlie (Hugh Jackman) es un boxeador. O solía serlo, hasta que las peleas dejaron de ser cosa de humanos y se convirtieron en territorio de robots. Ahora, es una especie de entrenador de máquinas de luchar, aunque sin suerte. Se podría decir que a fuerza de desengaños y del puro trato con la chatarra (humana y robótica), Charlie ha perdido parte de su humanidad. Por eso no es de extrañarse que un hecho absolutamente demoledor en lo emotivo, como la irrupción de un hijo al que abandonó sin más y que acaba de quedarse huérfano de madre, signifique apenas la posibilidad de un nuevo negocio para él. Lo que Charlie no espera es que Max (Dakota Goyo) tiene más de él de lo que esperaba. Del Charlie que supo ser, el que enfrentaba a los mejores adversarios en el ring cuando el boxeo como lo conocíamos llegó a su fin. Obstinado y noble, Max guía a su padre a pura intuición hacia el robot que puede cambiarles la existencia: Atom, un sparring abandonado por inservible en medio de un lodazal. En medio de luchas épicas que tienen muy poco que envidiarle a la parafernálica "Transformers", crece una historia de profunda humanidad que es el verdadero sustento de esta película, un hallazgo inesperado en la casi siempre previsible cola de los blockbusters. Como exponente del cine de entretenimiento al que acostumbran Spielberg y Zemeckis (aquí productores ejecutivos del filme), "Gigantes de acero" es uno de los mayores aciertos de este dúo en los últimos tiempos. Cumple en su cadencia fílmica, en sus premisas de entretener sin golpes bajos. Shawn Levy (responsable de "Una noche en el museo", pero también de su lamentable secuela y de la remake de "La Pantera Rosa") se resarce como director y puede sacar adelante sin tropiezos un buen exponente del cine de acción y ciencia ficción. Sí, es menester decirlo: no hay guiño ni homenaje al "Rocky" de Stallone, sino una muy obvia referencia en todos los niveles. Por momentos el relato pierde potencia y si bien Jackman es un actor convincente en este tipo de roles, no es el tosco y cuasi arrabalero Balboa, sino una especie de reo "cool", estereotipado, que va encontrando el tono a medida que la historia progresa. Le acompañan en su justa medida sus dos pilares, Dakota Goyo y Evangeline Lilly, un poco de sensibilidad en medio de tanta ingeniería mecánica. Para ir a entretenerse sin pretensiones y salir más que satisfecho.