En el inicio de El infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman) se podría haber leído el típico aviso de que el filme está basado en hechos reales. Ron Stallworth existe, fue el primer oficial y detective del Departamento de Policía de Colorado Springs que se infiltró en “La organización” y llevó adelante la increíble investigación que Spike Lee reconstruye. ¿Por qué falta esa aclaración?
He aquí una hipótesis: si Spike Lee prescinde del protocolo de los “hechos reales” es porque cree en la ficción, la cual no pretende ser verdad pero trabaja con los presupuestos con los que una comunidad discute y disputa por esta. Es que la caridad y el poder de la ficción consisten en poder desmontar lúdicamente los resortes de cualquier discurso y el efecto de verdad sobre los usuarios.
En el filme, Lee desmonta la ideología que gobierna en Estados Unidos con una parodia inicial interpretada por Alec Baldwin, luego trabaja laboriosamente sobre su genealogía y remata en el final con la inserción de imágenes tomada en una manifestación en el verano de 2017, donde los supremacistas blancos maldicen a los judíos y repiten la consigna “sangre y petróleo”, mientras otros ciudadanos defienden a los negros. La tensión se resuelve a los golpes.
Si bien El infiltrado del KKKlan gira en torno al racismo, el relato se sostiene casi siempre en un tono liviano, porque Lee sitúa gran parte de este en los códigos de un género (buddy movies) y asimismo debido a que emplea desvergonzadamente estereotipos en la construcción de los personajes que rozan a menudo el ridículo.
Es una táctica arriesgada, pero aquí eficiente y justificada: solamente así pueden entenderse la heteronomía de los personajes y la ciega fe que profesan a las creencias que asumen, como también la falsedad que las sustenta.
La ligereza del tono de la trama es matizada por pausas líricas y didácticas. Este juego de contrastes se desenvuelve a menudo gracias a la apropiación irónica del montaje paralelo. En una secuencia gloriosa, Lee reúne dos situaciones antagónicas: por un lado, un viejo activista interpretado por Harry Belafonte retoma el linchamiento de Jesse Washigton en 1916 y lo transmite a un grupo de jóvenes asociado con simpatizantes de los Panteras Negras; por el otro, se puede ver toda la ceremonia de coronación del policía blanco que se hizo pasar por Ron Stallwoth para infiltrarse entre los partidarios del KKK, la que culmina con la proyección de El nacimiento de una nación, el filme de D. W. Griffith en el que se humillan y asesinan negros y que popularizó el montaje paralelo para enfatizar el dramatismo de una escena en la que suceden situaciones en espacios distintos pero en un mismo tiempo.
El filme de Lee llega en el momento justo. Las pasiones del resentimiento y el delirio colectivo respecto a razas que supuestamente ponen en peligro la estabilidad de una nación no es prerrogativa del país conducido por el señor Trump. La serpiente ha esparcido huevos por diversas regiones, y el fascismo está casi de moda. Nada mejor que el humor y el lirismo de Lee para combatir la insensibilidad y el odio de los necios.