El Jilguero es una poco atractiva adaptación literaria
Una adaptación que nos debería conmover de pies a cabeza y, sin embargo, su desprolijidad y chatura nos apartan del relato.
No todos los best sellers encuentran en la pantalla grande su mejor traducción. Es el caso de “El Jilguero” (The Goldfinch, 2013), la novela homónima de Donna Tartt, mucho más simple y contundente que la adaptación cinematográfica a cargo del director John Crowley (“Brooklyn”) y el guionista Peter Straughan (“El Muñeco de Nieve”). La película se centra en gran parte de la vida de Theo Decker (Ansel Elgort), jovencito que tuvo una infancia difícil y quedó marcado por la pérdida.
La realidad del pequeño Theo (Oakes Fegley) se detiene a la edad de 13 años, cuando su mamá fallece durante un atentado terrorista en el Museo de Arte Metropolitano de la ciudad de Nueva York. Decker y su culpa sobreviven, y con un padre ausente, queda al cuidado de los Barbour, la conservadora familia de su compañero Andy del que, poco a poco, comienza a entablar amistad. La relación es mucho más estrecha con mamá Samantha (Nicole Kidman), quien a pesar del recelo inicial, lo termina considerando como un hijo propio.
De repente, Theo no está tan solo y, además de los Barbour, también empieza a frecuentar la tienda de antigüedades de James ‘Hobie’ Hobart (Jeffrey Wright), la mitad de Hobart & Blackwell, socio y compañero de Welton ‘Welty’ Blackwell, quien también falleció en el ataque. La tarea que se impone el nene es devolver un anillo que pertenecía a Welty y, de paso, conocer a la pequeña Pippa (Aimee Laurence), sobrina del anticuario que sobrevivió con varias heridas graves. Ambos chicos empiezan a conectar, pero Pippa pronto se muda a Texas con sus tíos, otra pérdida para el joven Decker que no logra estabilidad en su vida.
Esto último parece llegar cuando los Barbour deciden adoptarlo, pero ahí aparecen papá Larry (Luke Wilson) y su novia Xandra (Sarah Paulson) con ganas de reclamar al retoño. Así, Theo deja la comodidad de Nueva York y se muda a Las Vegas con un padre que abandonó su fallida carrera de actor y se terminó entregando a las apuestas y la bebida. Pero el ánimo del peque se mantiene tras conocer a Boris (Finn Wolfhard), hijo de ucranianos que lo ayuda a despabilarse un poco. Todo este recorrido plagado de baches tiene un común denominador que sigue conectando a Theo con su trágico pasado: una pequeña pintura de Carel Fabritius (el jilguero del título), que el nene decidió robar del museo en ruinas y conservarla como si se tratara de un amuleto.
Crowley y Straughan se concentran en cada detalle de esta parte de la vida del joven Decker, yendo y viniendo del presente al pasado de manera bastante aleatoria y desordenada, una estructura no lineal que, curiosamente, no aparece en la novela y, en el caso del film, ayuda a confundir al espectador y a retorcer una trama que nunca encuentra el verdadero equilibrio. Theo termina escapando de vuelta hacia Nueva York donde, ocho años después, se nos presenta como un exitoso comerciante de antigüedades, las mismas que restaura Hobie. Las peripecias de su vida recién comienzan cuando termina involucrado en situaciones mucho más peligrosas.
El gran problema de “El Jilguero” (The Goldfinch, 2019) es su desprolijidad narrativa. Los realizadores nunca saben dónde detenerse y dónde hacer las elipsis necesarias para que la historia de Theo no se convierta en una sucesión de extraños acontecimientos, muchas veces, desconectados entre sí. Los saltos temporales no facilitan la digestión de un relato larguísimo y denso, con el que nunca nos podemos conectar, aunque desde la pantalla insistan en recalcar los momentos más tristes y traumáticos en la vida del protagonista.
Amistades peligrosas
Ni Elgort, con todo su encanto, logra un poco de empatía en un conjunto de personajes mayoritariamente desagradables (muy desagradables) y bizarros. Los Barbour se nos presentan como caricaturas extravagantes y un tanto snob, mientras que en Las Vegas se concentra lo peor de la humanidad, aparentemente. Al final, el drama se convierte en una trama criminal que apenas dura unas secuencias en pantalla dentro de un interminable metraje de dos horas y media que, además, no le resulta suficiente a la película para acomodar y expresar todo lo que se propone.
“El Jilguero” es una película chata desde todos sus aspectos: actuaciones que no conmueven, una narración carente de propósito y una puesta en escena que no transmite absolutamente nada, a pesar de tener al magnánimo Roger Deakins como director de fotografía. El resultado es confuso, no porque su trama lo sea, sino porque en el afán de ser ‘originales’ los realizadores decidieron retorcer algo que no necesitaba tantas vueltas de tuerca.