Si te gustó la gran novela americana, y best seller, de Donna Tartt, es muy probable que esta adaptación te decepcione. Pero también si te acercás a ella sin información previa. Desde que un artefacto de dos horas y media (esperable: el libro tiene 1.200 páginas) que tiene en el centro a un niño huérfano y solo en el mundo, rodeado de adultos peligrosos, apenas consigue conmover.
Theo (el inexpresivo Ansel Elgort, de la sobrevalorada Baby Driver) va con su madre al museo Metropolitan cuando un atentado terrorista convierte todo en cenizas. Su madre muere y él, sin saber por qué, sale de ahí, entre los pocos sobrevivientes, portando el pequeño óleo del jilguero, que el pintor holandés Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt, pintó en 1654. Ese será su secreto, a medida que el tiempo pasa, primero como adoptado temporal en casa de una familia rica y luego cerca de Las Vegas, con su padre biológico (Luke Wilson) y su estrafalaria esposa (una estupenda Sarah Paulson).
Una peripecia que se narra como un largo flashback, voz en off mediante, hasta un desenlace que roza el thriller. Es notable que, sobre una base que cortaba el aliento de sus lectores, El Jilguero falle a la hora de lograr una tensión dramática. Todo parece pasar frente a nuestros ojos como una sucesión de imágenes inanimadas, como las de una naturaleza muerta, con una gran distancia entre lo que se nos dice que pasa y lo que transmite la pantalla. Solo parece cobrar fuerza en algunos tramos, como el de los pre adolescentes a la deriva, con un muy buen aporte de Finn Wolfhard (Stranger Things, It). Pequeños relámpagos, aislados, que logran involucrarnos en su tremenda historia de desesperanza.