Quedan los artistas
El joven Theo parece dispuesto al suicidio en una habitación de hotel y repasa su vida hasta entonces, la serie de eventos que lo llevaron hasta esa situación desesperada en que se encuentra.
Aunque no pasó grandes necesidades, su niñez no fue sencilla: en poco tiempo su padre alcohólico se dio a la fuga y su madre murió durante un atentado en un museo de donde él salió milagrosamente ileso.
Solo en el mundo, fue temporalmente adoptado por la familia de un amigo de la escuela y trabó relación con la de un hombre que murió a su lado en el museo. Todo parecía encaminarse en un camino de felicidad, hasta que su padre reaparece para llevárselo al otro lado del país, lejos de todo lo que conoce.
Pero hay un secreto que Theo no revela a nadie a lo largo de los años: antes de salir de entre los escombros que dejó el atentado, se apoderó de El Jilguero, una pequeña aunque famosa pintura de varios siglos de antigüedad que llevará consigo a cada nuevo hogar donde se mude.
Contar una historia que abarca un período de tiempo tan largo y con tantos personajes secundarios tiene siempre el mismo problema: la síntesis. El Jilguero no hace distinciones de jerarquía entre las distintas historias que aborda, le da la misma importancia al eje central y a los hilos secundarios, los que aportan poco a la trama, mostrando a distintas personas intentando lidiar con el dolor de las pérdidas cada cual a su modo, pero en general con poco éxito.
El detalle de que se aferre secretamente a ese cuadro como a un amuleto es la prueba de que Theo nunca logró dejar atrás el día del atentado, creciendo con la culpa de sentirse responsable por la muerte de su madre. Pero mucho de lo que relata en el medio es bastante irrelevante y ni siquiera está narrado de forma que resulte interesante, arrastrándose de una escena a otra sin dejar muy en claro hacia dónde va ni logrando que importe mucho.
Hay algunas ideas potencialmente interesantes sobre la soledad de la culpa y el dolor, sobre cómo es muy difícil lograr que alguien realmente entienda ese sufrimiento tan íntimo; pero todo se muestra con tan poca pasión y con actuaciones tan deslucidas que en vez de provocar emociones trae bostezos y alguna que otra risa involuntaria (sobre todo cada vez que aparece el estereotipo de ucraniano que oficia de mejor amigo, tanto en versión niño como adulto).
Los personajes entran y salen de la vida de Theo sin mucha lógica, produciendo situaciones que pocas veces terminan siendo relevantes, interesantes o creíbles, como si al mismo tiempo nada de lo que estaba en el papel pudiera quedar afuera pero tampoco pudiera realmente ser desarrollado.
Tambaleándose, El Jilguerointenta dar un mensaje de amor al arte y de la necesidad de dejar atrás el dolor de las pérdidas, pero a duras penas logra sostener un poco de coherencia a lo largo de su excesiva duración.