El jilguero se puede pensar como un ejercicio de lo que no debe hacerse en una adaptación. El libro éxito de Donna Tartt, que le valió el Pulitzer, era todo un desafío para llevar al cine. Extenso, guiado por un narrador en primera persona que despliega una mirada reflexiva y contagiada de un pulso redentor, exigía una atención y un cuidado extremos. Sin embargo, el guionista Peter Straughan decidió vestir el melodrama que se agita en el interior de su historia de la apariencia de un thriller escuálido y mundano, sin pasión ni emociones verdaderas.
La muerte en un atentado de la madre del joven Theo Decker (Oakes Fegley/Ansel Egort) es el eje de su vida adulta, y es ese enclave dramático el que la película apenas transmite con ciertas insinuaciones. La aplastante solemnidad con la que se concibe cada una de las escenas tan solo se subvierte cuando Nicole Kidman logra nutrir a su madre sustituta de las evidentes contradicciones de ese esquivo rol. Pero los demás personajes y situaciones, que en el papel exudaban una honesta vitalidad, se convierten en descarnados arquetipos que oscilan entre la pereza y el ridículo.
John Crowley, que había demostrado en Brooklyn una mirada cálida sobre sus criaturas, aquí parece desconcertado frente a un mundo que le resulta demasiado ajeno. Su puesta en escena no solo no toma ningún riesgo, sino que termina atrapada en el miedo de imaginar un detalle visual capaz de opacar la reverencia a la literatura.