Déjenla tranquila
A la protagonista de El karma de Carmen le pasa algo medio parecido a lo que le ocurre a la película: ahí cuando lo más interesante son sus momentos de soledad, esa angustia existencial que se mitiga con largos en la pileta, comiendo helado o vacacionando en Mar del Plata, aparece la comedia romántica para quebrar un registro intimista que la define mejor y más intensamente. A ella y a la película. Y así como el film de Rodolfo Durán nunca encuentra el tono ni el tiempo de la comedia y el romanticismo, Carmen desea que la dejen tranquila en su soledad, en su deseo de no desear. En ese tire y afloje, la película halla un camino difícil, bipolar, que no logra hacer de esa sumatoria de capas algo atractivo ni lúdico.
No es que tenga algo contra la comedia romántica, pero es un género difícil y al que hay que saber domar: la excesiva autoconsciencia puede llevar a una autoparodia cínica, y el excesivo azúcar puede llegar al festín indigesto. Lo que está mal en la película no es la inclusión del género, sino la poca efectividad del mismo. Tal vez el problema venga porque El karma de Carmen se autoimpone una premisa un poco complicada para no precisar del rigor de la puesta en escena para llevarla a buen puerto: porque si bien se construye sobre los mecanismos de una comedia romántica que viene y va, es en verdad una historia de uno y no de dos, como suele ocurrir en el género. Lo que importa aquí es lo que le ocurre a Carmen con su soledad y sus 36 años repletos de fracasos sentimentales y macerados con cinismo. Javier (el interés romántico) es apenas un personaje de reparto que aparece para generar los necesarios quiebres dramáticos en la protagonista y en el relato.
Carmen es un personaje por demás complejo: no hay sólo un reniego superficial del estar sola, y un miedo escénico a emparejarse con otro -el centro neurálgico del 90% de las comedias románticas-, sino que esa soledad y ese miedo escénico son más un reflejo social, una indudable reacción ante una construcción generalizada que la protagonista repele e intenta refutar. Esa construcción está dada por la familia y sus constantes exigencias emocionales, o por los amigos y sus histerias del corazón que nos tienen, a veces, como imprevistos actores de reparto. Es desde ahí, desde el atractivo juego de relación de vínculos que propone la película, donde se construye la Carmen que Malena Solda lleva adelante con cierta inteligencia. Aunque hay que reconocer que a la actriz le pasa un poco lo mismo que a la protagonista y a la película: funciona mejor en sus instantes de angustia asordinada y solitaria, que cuando tiene que interactuar con otros. Por ejemplo la secuencia en la camioneta, en el restaurante o en la plaza quieren ser esa comedia romántica entre desopilante y tierna que nunca se termina por concretar, un poco por unos diálogos demasiados redondos desde la escritura y otro tanto por unas actuaciones que no dan con el tono adecuado.
Finalmente el karma de Carmen termina siendo el de la película misma, y es esa innecesaria obligación a tener que completarse con un otro, esa regla social conservadora que dice que la felicidad es imposible lejos de la vida en pareja. Así como Carmen busca a Javier, el drama interior busca a la comedia romántica. Y cuando las cosas no cuajan, no cuajan, por más que se haga el esfuerzo y que una última escena bastante poco noble para con su personaje principal (y para la coherencia narrativa) quiera torcer el rumbo del destino que, invariablemente, uno mismo se marca.