¿Quién golpea a mi puerta?
Nadie nunca espera una película nueva de Eli Roth. Esa situación debería ser la regla. Si alguien la contradijera estaría un poco loco; sería uno de esos trastornados que persiguen causas perdidas, emociones inexplicables, rastros marcianos en un cine industrial reticulado, sin aristas visibles, cuyas fórmulas se han probado una y mil veces. Sin embargo, a pesar de que no esperamos ver una película con la marca Eli Roth bien a la vista –porque el poder de evocación del nombre ha menguado, porque en realidad nunca dijo mucho, o porque, para ser sinceros, nos habíamos olvidado de que existía– el hombre no parece dispuesto a ceder y entrega con cierta regularidad películas aquí y allá, como si fueran pequeñas detonaciones cuya estridencia está llamada a recordarnos un grito salvaje, la existencia de una mente de niño perverso operando en las entrañas del cine de género, no para hacerlo estallar sino para producir en ellos alguna clase de desvío y corroer ligeramente sus certezas. ¿Cuántas veces se contó la historia de un burgués satisfecho de sí mismo y del mundo que ha sabido crear a su alrededor (su pequeña mónada), que a partir de un renuncio insignificante es sorprendido por el golpe de las esquirlas de algo monstruoso? Con una delectación cuya carga malévola parece saborearse en cada plano, Roth utiliza aparentemente de base una película sin mayor cartel de los años setenta protagonizada por la huesuda Sondra Locke, rubia actriz olvidada de varias películas de Clint Eastwood pero también directora (y que resulta ser una de las productoras de El lado peligroso del deseo), para retomar a ese hombre tranquilo, no con el fin de explayarse acerca de la persistencia de una naturaleza oscura en los rincones de las almas apacibles, sino para insistir sobre la raíces más básicas imaginables del “cuento del mal que viene de afuera”. Es una noche de lluvia, la familia compuesta por la mujer bella y amable y los niños adorables no está; el hombre trabaja tranquilo frente a la computadora en un proyecto arquitectónico (su especialidad), mientras la música de un vinilo tras otro llena la casa de una amable sensación de bienestar con rock del bueno (Black Sabbath, Kiss, y así más o menos siguiendo). De pronto, knock, knock, alguien que golpea a la puerta: dos adolescentes hermosas empapadas de pies a cabeza dicen haberse confundido de dirección. En su relato acerca del arquitecto que da el mal paso, pobre, Roth acierta sobre todo con el timing de la espera que precede al desastre: en esos momentos no sabemos bien qué estamos viendo. Imaginamos que las chicas mostrarán en algún momento un carácter maligno. Pero también podría ser que el burgués amante de los discos fuera un monstruo y que ellas solo deban defenderse y correr por la casa. La elocuente maestría del director para estirar la situación en la cual esas tres criaturas se estudian bordeando el peligro durante casi la mitad de la película constituye el placer verdaderamente inesperado de El lado peligroso del deseo. La torpeza del título local no consigue echar a perder el tono de melancolía que habita secretamente en esa porción de la película; el personaje principal se encuentra ante una situación que su estado de hombre de familia le ha hecho olvidar: no sabe qué hacer con esas chicas en shorts que le invaden de poco la casa entre risas, que lo halagan y le agarran del brazo cuando le hablan en un crescendo embriagador de confianza. De a poco vemos que ese hombre bueno está perdido, no porque vaya a cometer una torpeza capaz de arruinarle la vida para siempre, o de quitársela, sino porque las chicas son el testimonio de que el mal es en última instancia inexplicable. Ese mal no se sabe de dónde viene –la secuencia en la que él, creyendo sacárselas de encima sin mayores consecuencias, las lleva a la puerta de la casa donde dicen vivir termina con las chicas esperando que el auto se pierda de vista para dar media vuelta y enfilar hacia un costado del plano con rumbo desconocido– ni tampoco hacia dónde va. Aunque pasada la mitad la película se encamine un poco rutinariamente hacia algunas formas más o menos acreditadas del formato de la criatura que debe sobrevivir como pueda en un espacio de dimensiones reducidas –ese dispensario de sobresaltos, montaje abrupto y música efectista– el verdadero corazón de El lado peligroso del deseo, el que puede hacer que la pasemos por alto o que nos recuerde alguna forma entrañable de miedo atávico, está cincelado con golpes de una incertidumbre radical que no estamos acostumbrados a ver en el cine mainstream de cada semana.