Marty lo hizo de nuevo, se volvió a despachar con una obra que tiene destino de clásico, una Buenos Muchachos versión yuppie de Wall Street, con un Leonardo DiCaprio en su versión más desenfrenada, en un universo católico de pecados y pecadores atestado de excesos, droga, sexo y el mejor rock.
Pauline Kael una vez dijo: “Martin Scorsese, el hijo de Little Italy, el monaguillo de la iglesia St. Patrick, el egresado de la Universidad de Nueva York, realmente lucha de manera vigorosa para ser ‘el santo del cine’ y, la mayoría de las veces, lo logra“.
Apartado de su carrera dentro del seminario (Marty quería ser cura) porque sentía que sus convicciones no eran lo suficientemente firmes, porque se empezó a obsesionar con las mujeres y con el cuerpo de las mujeres y no podía soportar la sensación pecaminosa que eso conllevaba, encontró en el cine la forma de amalgamar sus pasiones: su ascendencia italiana, el rock, la religión y su agitación interna. Todo podía fusionarse en un único espacio, en un único universo.
Era un católico italoestadounidense en una tierra de protestantes (WASPs, como los llaman, despectivamente, a los estadounidenses de origen o ascendencia inglesa, los puritanos blancos anglosajones), y tenía algo para decir respecto de la sociedad en la que vivía. Cada película, cada historia, cada personaje, eran una declaración de principios. Y una declaración de fe católica.
Sus personajes, desde Jake LaMotta, Henry Hill, Sam Rothstein, Johnny Boy, Travis Bickle y Billy hasta Jordan Belfort, todos tienen algo en común: no pueden escapar su destino, están predestinados a cumplir un rol. La predeterminación entendida como un camino signado por Dios, ineludible, que sella el destino y no da lugar al libre albedrío. Incluso, ligada a la noción de profecía autocumplida, que dicta que, cuando se acepta determinada situación como real, ésta pasará a ser verdadera y a tener consecuencias verdaderas.
Como en Macbeth, la predeterminación (anunciada de antemano) y alguna falla de carácter (la ambición) hará que caigan, pero la caída menos tiene que ver con una condena exterior que con una reprensión interna: los personajes del mundo Scorsese no temen ir presos ni le temen a la muerte, temen volver a la vida que tuvieron antes de ser lo que hoy son. Hay un sentido de culpa, sí, por abandonar al grupo, por poner en riesgo a la familia, pero lo que prima es el horror de regresar a un mundo que se aborrece.
Henry Hill (Buenos Muchachos, 1990) se odia a sí mismo por volver a tener una vida normal, mediocre, por tener que levantarse, ir a trabajar todos los días, volver a su casa, comer spaguettis, mirar televisión, por ser un “nadie común y corriente”, por no tener más acción en su vida, por ser consciente de lo que una vez fue y tuvo.
Y Jordan Belfort (protagonista de El Lobo de Wall Street) lo tuvo todo. Era un self-made man, que empezó desde abajo para convertirse en uno de los hombres más poderosos de Wall Street. Discípulo de Mark Hanna (un increíble Matthew McConaughey), aprendió el oficio y los trucos para ser el mejor corredor de bolsa. Con suficientes ingresos mensuales, y con un grupo de vendedores, narcotraficantes y matones profesionales que difícilmente uno podría imaginar como empresarios de la bolsa, fundó su propio bróker, Stratton Oakmond. A partir de allí, todo fue la gloria. Entrenado como nadie en el arte de la persuasión, tenía su propio manual, su Biblia, y la pregonaba como si fuera la palabra del Señor. Así construyó su imperio, su firma con decenas de empleados, su fortuna, su reputación. Todo el mundo quería trabajar con él, y todos a quienes bendecía con su benemérito amparo se convertían, con el tiempo, en potentados empresarios. Fiestas descontroladas con droga y prostitutas de todo tipo y nivel (Marty despliega, más que nunca, su amor y su obsesión por el cuerpo de la mujer, en escenas sin ninguna clase de vituperio ni reparo), mansiones, autos, viajes: nada estaba fuera del alcance de los empleados bajo el ala de Jordy.
Y él era fiel a ellos y ellos eran fieles a él, y había mucho amor en ese grupo de gente, en esa comunidad de arduos trabajadores. Porque, claro está, estos yuppies del mundo del capitalismo salvaje dejaban todo ahí (y acaso aquí se cuele un poco más está visión puritana estadounidense, ligada al calvinismo y la ética protestante del trabajo, que supone que la clave del éxito del hombre es el trabajo duro y lo que lo acercará a la salvación), dejaban su vida, sus afectos, su familia a un lado para vivir de eso que sabían hacer y que tanto amaban.
Entonces, cuando las cosas se pusieron feas, cuando Jordy debía apartarse de esa vida, apareció la predeterminación para impedírselo y llevarlo a la ruina, con ese discurso que nos hace llorar, porque lo terminamos amando, porque no queremos que se vaya, porque le prestó 25.000 dólares a una de sus empleadas cuando recién entraba y no tenía cómo pagar el alquiler, porque nos inspira, porque creemos en él.
Porque por más que estos tipos sean escoria, traicionen, mientan, estafen, roben y maten, los amamos, amamos su mundo, ese mundo que solo Scorsese sabe crear.
Ese mundo que no es solo personajes sino también formas de retratarlo (una cámara que se va impregnando del tono de la película, que se va poniendo más espasmódica a medida que las acciones se vuelven más vertiginosas, que sigue a los personajes con planos secuencia pero que empieza a volverse hiperquinética y convulsionante, con cortes abruptos, cuando todo en la película se va a la mierda) y formas de musicalizarlo; el rock de Scorsese, esa música anempática en secuencias insólitas (Gloria versión italiana cuando un barco se está por hacer torta en medio de una tormenta, o Mrs. Robinson en una escena clave), esa sobreabundancia de lo sonoro, esa opulencia, que nos va tomando de la mano y acompañando por la historia, como guiándonos, entre explicitando e ironizando eso que vemos, esos personajes, esa historia.
Esa historia de traición. Porque todos los personajes de Scorsese terminan traicionando a los suyos, a su grupo de pertenencia. El santo del cine nos muestra a grandes pecadores dentro de mundos de pecadores. Pero no hay una lectura moralista de los actos, sino más bien el pecado en estado puro, el pecado inexorable en cada uno de nosotros. Y la culpa, la expiación, la redención, y la angustia que, como decíamos antes, viene por saberse traidores y pecadores pero, más que nada, por volver a la “normalidad”. Jordan no tiene miedo de estar bajo arresto domiciliario, no tiene miedo de perder su libertad o de cómo eso pueda afectar a su familia, tiene miedo de abandonar esa vida que lleva, esa droga (real y metafórica) que no puede dejar de consumir.
Y el plano final lo dice todo. Jordan tiene su resurrección, después de un fuera de campo que nos omite qué pasó entre que delató a sus compañeros y el presente de la historia, cuando dicta seminarios de ventas y marketing. Y ahí aparece la desolación absoluta. Jordan sabe que su vida tal como alguna vez fue no va a volver; sabe que lo tuvo todo y que esto es tan solo un vestigio de esa gloria. Sabe que estuvo rodeado de los mejores y que ahora le toca estar con perdedores, con esa “gente común”, recortada en un plano que los muestra, sin piedad, con expresión de embelesamiento, como quien mira una pintura en el Louvre sin entender lo que está viendo, sin entender la historia ni el contexto, que trata de captar, en vano, aunque sea una pizca de lo que está presenciando. Esa es la condena, ese es el castigo predeterminado.
El santo del cine lo hizo de nuevo. Volvió a posar su cámara sobre el pecado de la sociedad estadounidense para tirárnoslo por la cabeza. Y nos trajo rock, su herencia italiana, su agitación interna y un poco de religión. Todo lo que Scorsese es y representa. Todo lo que amamos de él. Y fuimos testigos, una vez más, del nacimiento del nuevo testamento de un genio.
“Entonces, por segunda vez, los fariseos llamaron al hombre que había sido ciego y le dijeron: ‘Di la verdad antes Dios. Sabemos que este hombre es pecador.’ ‘No sé si este hombre es pecador’, respondió. ‘Solo sé esto: yo era ciego y ahora veo.“