El último plano de EL LOBO DE WALL STREET golpea como un mazazo. Mientras Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) habla en una conferencia motivacional, a los que sueñan con convertirse en grandes vendedores les hace un pequeño jueguito que ya vimos antes en el filme: “Vendeme esta lapicera”, les dice, uno por uno. Mientras las distintas personas intentan, sin suerte, ser mínimamente convincentes con la venta, la cámara se aleja y podemos ver a todo el grupo, ansioso y pendiente de los resultados de ese juego. Es esa misma gente que no vimos durante toda la película: las víctimas del sistema que permite que tipos como Belfort existan, crezcan y se vuelvan exitosos. Los que “compran” el Sueño Americano que él vende, tanto ofreciendo sus dinerillos con la esperanza de volverse millonarios de la nada, como por el deseo de participar en ese circuito de comerciantes exitosos. Vendedores y vendidos: la potencial ruina del capitalismo en su versión más descarnada.
Los “suckers” clásicos del cine de Martin Scorsese hacen allí su aparición, como en los finales de BUENOS MUCHACHOS y CASINO, dos películas que en muchos sentidos se conectan con EL LOBO DE WALL STREET: es el momento en el que los personajes y los espectadores se enfrentan con la otra vida posible, la que funciona fuera de la excitante, comprometida y salvaje del mundo de los gangsters, apostadores y agentes de Bolsa. Los que toman el subte, viven en los suburbios y, como dirían por acá, “lo miran por TV”. En esa dualidad vive, como incontables personajes de Scorsese, el salvaje Belfort: es un adicto (al dinero, a las drogas, al alcohol, al sexo) que, aún sabiendo que su excesivo estilo de vida lo está llevando directamente al cadalso, no puede evitarlo. La sola perspectiva de estar del lado de los “compradores” de ilusiones, de los suckers, le resulta insoportable. Para él, mejor es caer en su ley. O inventar una ley que justifique todo lo que hace.
THE WOLF OF WALL STREETPero aún más que a Henry Hill (BUENOS MUCHACHOS) y a Sam Rothstein (CASINO), la forma en la que Scorsese trata a Belfort tiene más que ver con la de Travis Bickle, el protagonista de TAXI DRIVER. Ahora, como en aquel filme, al director se le cuestiona un apego al personaje que no parece dejar suficientemente en claro que se lo está condenando. Digamos: así como un espectador metido dentro de la febril paranoia de Bickle puede sentir que no tiene nada de malo intentar matar a un candidato político o acribillar a un pimp, por momentos da la impresión que Scorsese no castiga, critica o condena lo suficiente a Belfort. Que hay más admiración y fascinación por el mundo de trampas bursátiles, autos caros, aviones privados, prostitutas de lujo y montañas de cocaína que una lección sobre los males que todas esas cosas provocan. Pero es justamente esa distancia que habitualmente Scorsese no toma para desentenderse y juzgar a sus personajes lo que lo ha hecho un gran director. Está claro que al director lo fascina Belfort y su mundo, lo mismo que le va a pasar a muchos espectadores. La caída vendrá sola, después, y las consecuencias son evidentes, tanto para él y sus colegas como para los “giles” que compraron la basura que él vendía. Pero Belfort no es solo el culpable. Ese monstruo lo creamos todos porque, en un punto, nos fascina ser él.
No tiene sentido aplicarle la PC Police (la “policía de la corrección política”, digamos) al cine de Martin Scorsese. Nunca lo tuvo. El problema es que bancarse sin juicio de valor a un personaje como Belfort se hace complicado, especialmente en los puritanos Estados Unidos, que parecen tener muchos menos problemas en celebrar gangsters y asesinos -o identificarse con ellos- que aceptar los apetitos imperiales de un hombre al que no le importa nada en su búsqueda de dinero, sexo, drogas y afines. Belfort, parece, está demasiado cerca de algo que los espectadores ven como potencialmente posible, y es necesario condenarlo en voz alta para que se note. No lo esperen de este filme.
wolf3Scorsese narra en tiempo presente: sus personajes no actúan sabiendo lo que les va a pasar. El director se mete en esa firma maníaca de vendedores de acciones basura como si fuera uno más de ese grupo enérgico que parece salido de un vestuario/gimnasio y no de una firma que lleva el aparentemente respetable (aunque trucho) nombre de Stratton Oakmont. Buena parte de las historias que narra el cine -especialmente el americano- dejan entrever todo el tiempo que están narradas (pensadas, organizadas) desde el final y los personajes suelen actuar como condenados por el guión a ir a determinados lugares. Cuando los personajes se exceden, los actores saben que se exceden y actúan en consecuencia, esperando la reprimenda. El director también: los exhibe “equivocados” porque sabe que después viene su reto, aceptación y aprendizaje. Scorsese no. El tipo te mete en medio del placer que genera el exceso, el delito, la trampa y la violencia porque sabe que el espectador, aún el más negador, disfruta perversamente de esa bacanal pasada de rosca. Uno sabe que a una noche de alcohol severa sobreviene una resaca igualmente intensa, pero muchas veces bebe igual, negándose que exista esa posibilidad. Scorsese hace lo mismo: no cuenta la historia de Belfort desde la “sabiduría” de un tipo de 70 años que vio todo y es condescendiente o juzga las desventuras de sus personajes. La cuenta como si tuviera 25 años y fuera la persona más feliz del mundo teniendo sexo con prostitutas en el baño de la oficina.
Es esa sensación de tener 25 años y disfrutar de un éxito inusitado la que transmite la película, narrativa y estéticamente. Es, claramente, la película más “al palo” de Scorsese: la más enérgica, brutal, brusca y hasta desprolija. Las escenas empiezan y terminan en cualquier lugar (muchas veces a media res), hay cortes que no pegan y montones de errores de continuidad, pero todo parece entrar dentro de la lógica acelerada, cocainómana, de los personajes y el filme. Y es, por lejos, la más divertida: las situaciones que viven estos personajes generan risas como no sucedía en el cine de Scorsese desde DESPUES DE HORA. Es cierto que tres horas de este ritmo intenso y escenas de vida de estrella de rock algo similares entre sí pueden volverse cansinas y/o repetitivas, pero Scorsese siempre tira veinte ideas a la pantalla a ver cuáles quedan bien. Y la mayoría supera la prueba, si bien dentro de un “sistema narrativo” ya probado varias veces por el realizador, uno que el guionista Terence Winter (THE SOPRANOS, BOARDWALK EMPIRE) entendió desde el primer momento y siguió casi al pie de la letra.
wolf4DiCaprio (excelente, intenso, casi virtuoso, a 250 kilómetros por hora) habla a cámara, consume drogas que lo aceleran o lo ralentan a límites insoportables y se mete en orgías bizarras, viajes en barco imposibles, trampas con bancos suizos, discursos inspiradores y excesos de todo tipo, invitando siempre al espectador a ser parte de la fiesta. Esa fiesta, claro, es descontrol puro. Vista con cierta conciencia de lo que está sucediendo, es lamentable: llevan prostitutas a la oficina, lanzan enanos como si fueran dardos, manejan autos y helicópteros completamente “dados vuelta” poniendo en riesgo varias vidas, y así. Pero Belfort y su equipo de enajenados se han vuelto adictos a todo eso y encuentran las más diversas justificaciones para seguir haciéndolo. No importa mucho: están dentro de la rueda que gira y nadie se quiere bajar, por más que los “suckers” del FBI los sigan de cerca.
Hay una escena, entre las varias que tienen lugar en la oficina, que llama la atención y deja en claro la postura de Scorsese frente a su material. En un momento Belfort anuncia que va a dejar la compañía, perseguido por el FBI. En medio del discurso, ve a una mujer con la que ha trabajado desde los inicios de la empresa (la película transcurre entre fines de los ’80 y mediados de los ’90) y comenta que hoy viste prendas de lujo y tiene un excelente pasar, pero que cuando la conoció era una madre soltera con deudas que él cubrió. Belfort, la mujer, todos los que escuchan y hasta los espectadores se emocionan con el cuento. Pero a la vez todos somos conscientes que esa celebración del éxito a costa de vender acciones truchas y estafar a miles de personas no debería ser causa de celebración. Pero lo es, uno se emociona con culpa -si se quiere- y esa es la ambigüedad que el filme maneja con una destreza única, algo que no hace en una escena previa en la que una mujer acepta raparse por 10 mil dólares: allí, la sensación de asco que “debe” sentir el espectador está demasiado claramente expuesta.
wolf2Con un extraordinario Jonah Hill como el amigo igualmente zarpado y aún menos culposo que él, una excelente y muy bella Margot Robbie como su segunda mujer, y otros secundarios notables, a EL LOBO DE WALL STREET puede faltarle algo de la épica que tenían tanto BUENOS MUCHACHOS como CASINO, pero es igualmente compleja como exploración de ciertos universos donde el dinero y el poder generan personajes y comportamientos excesivos. Hay menos romanticismo en el filme porque las operaciones financieras (el “fugazi”, el polvo de hadas del que habla Matthew McConaughey en una escena antológica) no tienen ese encanto casi mitológico de las familias de la mafia y sus crímenes a mano armada. Aquí el asunto involucra a miles de energúmenos haciendo subir y bajar artificialmente acciones de segunda (el llamado “pump and dump“), llenándose de dinero en el proceso y dejando sin un peso a los “giles” que las compraron. No hay, casi, situaciones de violencia. La excitación, aquí, los personajes deben buscarla por otro lado.
Es, también, la más claramente cómica de las películas de Scorsese, con escenas brillantes como la de DiCaprio y Hill consumiendo Quaaludes que los dejan por el piso y que está destinada a convertirse en un clásico de la comedia física. Acaso lo más parecido a una distancia que hay en la película entre el director y los personajes está en la posibilidad de ver lo absurdo y casi delirante de muchas de las situaciones que los personajes viven a través de la comedia. Esa distancia cómica -que algunos ven como celebratoria, ya que Scorsese no parece hacerse cargo de las consecuencias dramáticas de muchos de los actos de Belfort y compañía-, a mí me resulta especialmente lograda y fascinante. Las buenas conciencias ya dijeron todo lo que hace falta decir sobre los excesos del capitalismo salvaje. A Scorsese le importa entender, desde adentro, cómo eso se produce y se sigue regenerando luego de tantas condenas, crisis y caídas del sistema. En un punto, EL LOBO DE WALL STREET es como una película sobre el menemismo (sucede, casi, durante los mismos años) contada por alguien que la vivió desde adentro y que, si bien fue levemente condenado y admite sus excesos, en el fondo no termina de estar del todo arrepentido.
El “sistema” no condenó demasiado a Belfort. Ya lo verán en la película, pero es claro que las consecuencias de sus actos no alcanzan ni un poco a estar a la altura de sus crímenes (los económicos, principalmente). Sin embargo, muchos le piden a Scorsese que lo condene, cinematográficamente, de una manera que la propia Justicia no lo ha hecho. Esa es la ironía, la tragedia de esta historia. Ese “sistema” económico rebota, perdona y acepta a personajes como Belfort, y parte de lo interesante que tiene Scorsese para decir incluye esa aceptación de que para que el sistema funcione no conviene castigar demasiado a los personajes ambiciosos que lo hacen girar, más allá de que se excedan en algunas “cosillas”. Scorsese no condena a Belfort. A lo largo de toda la película y, especialmente, en ese último plano, nos pregunta hasta qué punto no somos nosotros los que creamos y sostenemos tanto a tipos como él como al sistema que los genera y reproduce. Todos, en algún punto, somos Belfort.