Demenciales muchachos
Hay dos maneras de pensar a El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013): primero como una película sobre Wall Street, subgénero al que revierte felizmente saliendo por fin de las insoportables moralinas establecidas desde 1987 en el ya clásico film de Oliver Stone. En segundo lugar, dentro de la filmografía de Martin Scorsese que, con una estructura similar a Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990), aplica todo su oficio para mostrar el ascenso, debacle y posterior transformación de un criminal, que se mueve como pez en el agua en un universo de excesos y poder siguiendo el sueño americano.
La película está basada en el libro de Jordan Belfort (protagonista del relato interpretado por Leonardo DiCaprio) y cuenta la historia de este personaje, denominado “El lobo de Wall Street”, su ascenso al mundo de las finanzas, su vida plagada de reviente y sus vaivenes para conseguir cada vez más dinero. No hay grandes giros narrativos, pero la película sabe como llegar con ritmo, gracia y carisma al espectador: lo introduce en un universo publicitario anhelado socialmente para mostrarnos su fauna y hábitat cotidianos, siempre con la mirada puesta en la ambición en forma de adicción.
Ahí, donde cualquier otra película sobre la crisis financiera del 2008 hablaría de consecuencias nefastas y posteriores arrepentimientos de sus responsables, El lobo de Wall Street brinda una bocanada de aire fresco redoblando la apuesta: sus personajes no aprenden la lección, son salvajes, ambiciosos desmedidos e incapaces de imponer un límite a su conducta. Y justamente ahí radica lo genial de la última película de Martin Scorsese. Jamás plantea su film en términos de “buenos” y “malos”. Todo lo contrario. Son seres humanos capaces de realizar los actos más osados en función de obtener su satisfacción monetaria. No por cuestiones personales, ya sean principios, sentimientos, o traumas de la infancia (de moda en las lamentables biopics de jOBS o Diana), sino que sus actos dependen de sus instintos más básicos tergiversados por un discurso social que los avala.
El lobo de Wall Street arranca –como Buenos Muchachos- con un personaje narrando en off sus vivencias, y nos lleva a conocer un universo de descontrol. Como si fuera un mundo paralelo al real, siempre atractivo y divertido por la extravagancia de sus criaturas. Tenemos a un Leonardo DiCaprio histriónico y vulnerable a la vez, muy bien acompañado por Matthew McConaughey y Jonah Hill como mentor y compañero de aventuras respectivamente, uno más desquiciado que el otro. Hecho que vuelve al film un viaje a la locura.
Scorsese se maneja con comodidad en este tipo de historias y se nota. Aquí no se recurre tanto a la violencia sino a la persuasión como medio para obtener el poder. La farsa, la manipulación discursiva o el engaño, son la receta para alcanzar el dinero. Por tal motivo el director afina su discurso a cámara y obtiene varios planos del grupo de gente que escucha con atención las palabras de Jordan. Atentos, expectantes, esperando ser aconsejados, el público trata de entender los movimientos del personaje, así como el espectador sus estrategias financieras. “No entendieron, no se preocupen” dice Leonardo DiCaprio a cámara. En esos planos Scorsese expresa su crítica ácida al sistema, siempre de forma brutal y directa.