Capitalismo salvaje
Si durara una hora menos y no ostentara el nombre de Scorsese como director, podría verse como una farsa más o menos divertida y ligeramente perturbadora sobre el descontrol al que lleva la codicia en el mundo bursátil. Pero parece demasiado poco para un director que en los ’70 y ’80 ofreció obras maestras, y que incluso después dio señales de sagacidad, sobre todo en La isla siniestra (2010). Porque, aún con sus raptos de lucidez y excitación, El lobo de Wall Street resulta un film menor, desparejo, superficial.
Es cierto que, de un tiempo a esta parte, a Scorsese se le nota demasiado la necesidad de llamar la atención, de no hacer “un film más” sino productos que, por su temática y su ambiciosa producción, cobren una importancia que los hagan perdurables. En este caso, nutrir con un halo de amoralidad –y con trazos gruesos de comedia disparatada– el retrato de alguien que desea cumplir con el sueño americano a cualquier costo, pareciera bastarle para sentirse original o transgresor.
Sin embargo, la historia del hombre de negocios ambicioso que progresa sin escrúpulos se vio muchas veces, y cabe preguntarse hasta qué punto el éxito de este tipo de personajes depende de la adhesión inmediata que despiertan en los espectadores, fascinados con un estilo de vida que no tienen y que tal vez consideran deshonesto pero que, íntimamente, desean y admiran. Aquí, Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), el trepador agente de bolsa del que se ocupa Scorsese, en algún momento paga el precio de su frenética carrera en pos de éxito y dinero, pero films con la moraleja “quien mal anda mal acaba” también ha habido montones. Además, casi no hay dramatismo ni siquiera en el tramo final de El lobo de Wall Street, que durante sus 180 minutos despliega no sólo el lujo de yates, aviones y mansiones con piscinas, sino también el cinismo de quienes los han ganado sin el sudor de su frente y los disfrutan descuidadamente.
Dicen que su película duraba cuatro horas y que la montajista Thelma Schoonmaker debió trabajar arduamente para pulir el material. Se nota en el resultado, finalmente bastante caótico, con episodios de la vida de Belfort más extensos que otros sin motivo, personajes secundarios apenas desarrollados, cambios de ánimo algo incomprensibles y abruptos cambios de escenario.
Ese fragor impide realmente conocer, o al menos intuir, las motivaciones y sentimientos del protagonista: a veces habla y actúa con sentido común y otras como un alienado risueño, alienta a sus corredores de la Bolsa con más nerviosismo que convicción, y cuando es acorralado por el FBI o por alguna crisis familiar no parece experimentar inquietud alguna. El actor que lo encarna no ayuda mucho: con su aspecto de niño histérico enfundado en traje, Di Caprio no deja de verse como Di Caprio haciéndose el loco. Vale preguntarse cuánto hubiera ganado la película si otro intérprete con mayor autoridad hubiera encarnado a ese tramposo seductor. En otros tiempos, por ejemplo, Scorsese había recurrido a Paul Newman para El color del dinero (1986) o a Robert De Niro para Casino (1995), que ya con su mirada maliciosa y sus modales de zorros viejos hacían de sus seres de ficción adultos con calle, amigables pero sospechosos, mientras que Di Caprio –más por su apariencia que por su capacidad– convierte a su Jordan casi en personaje de comedia para adolescentes.
Otro tanto ocurre con los personajes secundarios, gruesos estereotipos de esos que algunos críticos reprueban cuando se ven en películas argentinas pero celebran en un film de Scorsese: la primera mujer, desprolija; la segunda (ya con dinero de por medio), una Barbie despampanante y engañosa; el freak inevitablemente gordo, dientudo y casado con su prima; el padre, simpático y demagógico; la pequeña hija rubia y angelical; etc. Todos parecen vivaces marionetas bailando al ritmo de un demiurgo cocainómano, con la excepción de la primera esposa (una perdedora) y un circunspecto agente del FBI, el único que parece actuar con honestidad.
En El lobo de Wall Street hay numerosos gags, pero su humor tiene altas y bajas: mostrar a los personajes con dificultades para moverse o conducir su automóvil después de haber probado una droga de fuertes efectos parece más digno de Tonto y retonto (1994, Peter y Bobby Farrelli) que del director que supo hacernos sonreír con mejores recursos en El rey de la comedia (1982) y Después de hora (1985).
Que la cámara planee o ensaye ágiles movimientos no es nuevo en el cine de Scorsese, pero sí que haya errores de continuidad (en varias escenas de conversaciones) o que congele la imagen o la ralentice sin demasiado criterio. Por otra parte, que el protagonista vaya contando lo que siente o lo que busca hablando a la cámara o con la voz en off –como buscando la complicidad del espectador– resulta redundante y poco original. Cuando, durante la conversación con la elegante tía de su mujer (Joanna Lumley), el director elige hacernos escuchar lo que piensan uno del otro, pareciera estar copiando al Torre Nilsson de Boquitas pintadas (1974).
Muchos celebran de El lobo de Wall Street su actitud políticamente incorrecta (con enanos utilizados como dardos humanos y trabajadores maltratados con prepotencia), su supuesto salvajismo, el disfrute hedonista de sus personajes sin pensar en culpas ni en consecuencias. Pero el sexo, expuesto de manera fugaz y calculada, es siempre grotesco (parece que en Hollywood nunca se verá la intimidad de una pareja desnuda como en Aquél martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean) y, por otra parte, son el dinero y el engaño los que mueven esta montaña rusa de placeres. El capitalismo es sucio pero divertido, parece decir Scorsese.
Tal vez para el público estadounidense ver a un director veterano embarcado en un trabajo alocado como éste despierte entusiasmo, más aún si el mismo cuenta con varios actores populares en roles secundarios (Jonah Hill, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jean Dujardin) y con el tipo de secuencias que suelen considerar antológicas, aunque poco y nada valgan en términos cinematográficos, como la de la conversación entre maestro (McConaughey) y discípulo (Di Caprio) en el bar, o alguna interpretada por el protagonista en cueros junto a una prostituta. Precisamente, un crítico de The Hollywood Reporter, al referirse al film, habló del “irresistible atractivo de ver a chicos traviesos haciendo travesuras”. El problema es que hay algo de diversión entre matones o barrabravas en El lobo de Wall Street, con la que Scorsese parece haber perdido un poco el rumbo aunque sin importarle demasiado, casi como su lobo de Wall Street.