Un Scorsese potenciado por la elección de excelentes intérpretes
El tema de “El lobo de Wall Street” (“The Wolf of Wall Street”) no parece novedoso al haber sido abordado en numerosas oportunidades en el pasado. En una extensa nota previa a su estreno el colega Mariano Kairuz sorprendía al citar más de diez películas, en su mayoría norteamericanas, con algún vínculo con la temática de la nueva obra de Martin Scorsese, Dicho listado lo iniciaba con “L’Argent”, un título francés de Marcel L’Herbier (“L’argent”) basado en una novela de Emile Zola y con notables intérpretes como Brigitte Helm, Jules Berry y Antonin Artaud. No podía faltar en dicha nómina “Wall Street”, la película de Oliver Stone que inmortalizó el nombre de Gordon Gekko y le brindó a Michael Douglas un merecido Oscar.
¿Ocurrirá algo parecido con Leonardo DiCaprio y Jordan Belfort, un personaje real que escribió una autobiografía en la que está basada esta película? Difícil afirmarlo, dado lo esquivo que ha sido el Oscar con el director de “Los infiltrados” que fue su único galardón como director luego de seis nominaciones previas.
Ya superados los setenta años y con una extensa filmografía de unos veinticinco largometrajes en cuarenta y cinco años, Scorsese demuestra nuevamente que pocos realizadores son capaces de superarlo e incluso igualarlo en calidad.
La que ahora nos ocupa quedará entre lo más logrado de su extensa carrera, demostrando además que no estaba todo dicho sobre el poder del dinero, que según afirma al inicio su personaje principal “nos hace mejor personas”. Hay en ese comienzo una escena antológica cuando un Jordan muy joven se reúne con Mark Hanna, increíble caracterización de Matthew McConaughey como un experto de la Bolsa, quien le explica con gesticulaciones y golpes en el pecho como triunfar en los negocios. Esa escena incluso aparece parcialmente en el trailer (“cola”) del film, muy inteligentemente insertada.
Pese a su extensa duración, tres horas exactas, la atención del espectador no se distrae en ningún momento en gran medida por la enorme y muy rica variedad de situaciones que se generan a lo largo del metraje. Hay sin embargo algunos elementos constantes, pese a la diversidad, como ser la cocaína y otras drogas y las mujeres de todo tipo con predominio de las pagas (“hookers”). Por ahí afirma uno de los personajes que “nadie que esté casado es feliz” y ello se extiende al propio Belfort y a su infeliz esposa. La crisis del matrimonio se precipita cuando aparece la bellísima Naomi interpretada por la actriz australiana Margot Robbie, reciente visitante nuestra por una filmación junto a Will Smith y vista hace poco en “Cuestión de tiempo”.
Otro que se destaca es Jonah Hill (“Supercool”, “Este es el fin”) en el rol de Donnie Azoff, un segundo del “lobo” que hacia el final y cuando éste va a la cárcel muestra la hilacha. Hay otros personajes singulares como el que compone el director Rob Reiner como padre de Jordan, Jean Dujardin como un banquero suizo que no simpatiza con los norteamericanos y Kyle Chandler (“La noche más oscura”, “Argo”) como un temible agente del FBI.
Pero todo lo antes señalado no sería posible sin la omnipresente caracterización que brinda Leonardo DiCaprio. La sociedad que ha venido tejiendo con Scorsese desde 2002 con “Pandillas de Nueva York” y que casi no se ha interrumpido a lo largo de los últimos largometrajes del director de “Taxi Driver” es un hecho casi único y que registra un solo antecedente: Robert De Niro. De él DiCaprio debe haber aprendido mucho cuando en sus comienzos coprotagonizaron “Mi vida como hijo” en 1993. También ese fue el año de “¿A quién ama Gilbert Grape?” y cuatro años más tarde llegaría su consagración definitiva con “Titanic”. Lo increíble es que lo dirigieron casi todos los grandes: Spielberg (“Atrapame si puedes”), Eastwood (“J.Edgar”), Tarantino (“El gran Gatsby”) y obviamente Scorsese. Tres veces fue nominado al Oscar y tres veces no lo ganó. Pese a las reservas antes señaladas sería justo que se lo llevara esta vez por lo que muestra en “El lobo de Wall Street”. Inolvidables son sus reflexiones hacia el público, frente a la cámara, sus desbordes en las fiestas como la del Casino Mirage (las Vegas), su estado alucinado que lo lleva a destruir virtualmente su auto deportivo o sus alocuciones a sus empleados, muchos personajes de la peor calaña que lo ven como un líder indiscutido. Cuando el espectador vea esta película seguramente retendrá, entre muchas otras, una escena hacia el final en que simplemente enseña a sus circunstanciales acompañantes algo que parece tan simple como “vender una lapicera”. De perlitas como ésa está llena una obra mayor de un grande como Martin Scorsese.