Colmillo rancio
Quinta colaboración entre Scorsese y Leonardo Di Caprio y (justicia divina mediante) posiblemente la última. Qué lejos están los días en que Marty contaba pequeñas e intensas historias, con economía de recursos, agudizando el talento y con actores que aún no sonaban rutilantes. Todo lo contrario es El lobo de Wall Street, film que narra el ascenso y caída de un agente de bolsa, basado en la autobiografía del mismo protagonista, Jordan Belfort. Habrá quien crea que la película es otro golpe al American Dream. Francamente, no lo parece. Si la crítica pasa por lo ideológico, se diría que el diagnóstico del film es funesto. El lobo de Wall Street sintetiza todo lo que Scorsese hizo en los últimos 25 años y está en las antípodas de aquello que lo encumbró en la década del setenta. El Belfort de Di Caprio es un ser arrogante, brutal e incluso en su caída puede decirse que cae bien parado. El resto de los personajes son tontos, calculadores, seres anónimos que circulan sin brío alrededor de Di Caprio. Scorsese se sirve de un humor burdo, celebra lo obsceno (como el juego al blanco de los oficinistas, arrojando enanos); pretende ser ingenioso cuando utiliza tres horas (!) para narrar una historia mediocre, grandilocuente en sus bacanales de sexo y drogas. Es posible que, tras leer la biografía, Scorsese haya vislumbrado a un Scarface de las finanzas. Pero Belfort no es Tony Montana y él está demasiado viejo para el rock. El zorro de Queens muestra sus mañas en diálogos dispersos, pero nada justifica su megalomanía, excepto sobrevivir media tarde de este criminal verano al amparo del aire acondicionado.