¿Lobo está?
Entre fines de los ochenta y principios de los noventa, la agencia de corredores de bolsa Stratton-Oakmond, dirigida por Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) y secundado por Donnie Azoff (Jonah Hill), facturó millones de dólares que amasaron inescrupulosamente usufructuando los recursos económicos de miles y miles de trabajadores norteamericanos. ¿Qué hacían con este dinero? Bueno, además de llenarse de obscenos lujos materiales, se atiborraban de drogas, prostitutas y realizaban verdaderos festines dionisíacos. Jordan Belfort, el protagonista de El Lobo De Wall Street (un DiCaprio jugado a fondo, como pocas veces puede verse en una estrella de semejante tamaño), es un híbrido, una mixtura, entre Henry Hill (Ray Liotta en Godfellas), Sam Rothstein (Robert DeNiro en Casino) y Jake LaMotta (Robert DeNiro en Raging Bull). Un híbrido desaforado, descontrolado y aún más salvaje, si esto es posible, que lo único que quiere es dejar de ser un don nadie, un desconocido, un pobre trabajador de la clase media. La fascinación por el poder, el sexo, las drogas y las cosas materiales son el motor que lo mantiene en movimiento. Pero también serán su perdición, como ya ocurriera con otros personajes del universo scorsesiano.
Como en sus mejores películas y épocas, Scorsese -que acusa setenta y un años pero filma como si tuviera treinta- vuelve a contar un relato de ascenso y caída dentro de un mundo por demás ambiguo y moralmente dudoso. Todo narrado frenéticamente, al frente de un tren desbocado y desbordante de cocaína, mujeres rápidas y desenfrenos de todo tipo, con cortes abruptos, montaje nervioso y febril y un descaro que ya no suele verse en el Hollywood maistream. Una fiesta amoral y políticamente incorrecta. Y divertidísima, por supuesto, para que negarlo. Que se aproxima de tal forma a su objeto de estudio que pierde la distancia prudente para poder diferenciar lo bueno de lo malo. El espectador, a sabiendas de lo espurio, del daño que se está cometiendo en cada fiesta, orgía y celebración, no puede evitar querer ser partícipe de esos bacanales lujuriosos. He aquí el valor de la obra de Scorsese, la de presentar personajes difíciles de aceptar en la vida real, cuando no repulsivos (sus características principales suelen la egolatría, el egoísmo, el hedonismo, la violencia), pero sumamente atractivos en la ficción.
Hay dos escenas puntuales que marcan lo difícil de digerir y procesar a un tipo como Belfort. En la primera, durante una de las tantas celebraciones en la oficina, Belfort le ofrece diez mil dólares a una secretaria para que se rape la cabeza delante de todo el staff, a la vez que hacen su entrada enanos, prostitutas y todo se vuelve, cuanto menos, caótico, lascivo y concupiscente. La secretaría se corta el pelo a sí misma de forma humillante y lastimosa, mientras a su alrededor todo se va al diablo, literalmente. La escena empieza con tono de comedia y rápidamente se va deformando hasta perder el sentido. La segunda escena que define a Belfort también transcurre dentro de la oficina, y en esta oportunidad, mientras hace el anuncio de su renuncia encara un discurso casi épico, una declaración de sus principios retorcidos. La escena llega a niveles emotivos que tocan una fibra sensible en el espectador y uno no sabe si emocionarse o enojarse con esta gente, si entenderlos o reprenderlos.
Y es en este registro donde se mueven las tres horas de película, entre el desmadre (hay una escena antológica donde Belfort y Azoff ingieren unas pastillas vencidas que es digna del mejor humor slapstick y que recuerda a Pánico y Locura en La Vegas), la crítica política solapada (que la hay, aunque los detractores de la película no puedan o no quieran verla) y el humor más ácido, escatológico y lisérgico (no se puede no mencionar la breve, delirante e intoxicada participación de Matthew McConaughey). En definitiva, he aquí la verdadera nueva comedia política del siglo XXI.