Lo que tiene de bueno esta película de Martin Scorsese, que sigue girando obsesivamente
alrededor de personajes obsesionados (su tema, después de todo) es que es muy divertido. Por
cierto, también es muy largo (por un minuto, el más largo de toda su carrera) y en ocasiones esta
historia de un jovencísimo broker que llega a las cimas de la riqueza y el delirio demasiado pronto
gira en falso y parece carecer de síntesis. Pero en esos momentos, Scorsese es el mago que saca de
la galera una escena divertida, una tensión inesperado, un personaje que rompe con lo que estamos
viendo. Puede ser una chica demasiado linda, un tipo demasiado loco, un joven demasiado
inteligente: lo cierto es que Scorsese los muestra no como humanos sino como lo que queda de
animales (de allí que el nombre le quede muy bien al film) dentro nuestro, ese elemento anárquico y
salvaje que está, siempre, dispuesto a clavarle los dientes al cuerpo social. Leonardo Di Caprio
comprende muy bien el juego (las palmas, de todos modos, se las lleva Jonah Hill, un genio cómico
en las mejores manos) y hace de su protagonista el anti-Virgilio: en lugar de hacernos atravesar el
Infierno dantesco, nos obliga a recorrerlo a puro disfrute. ¿Es Scorsese, de todos modos, un
moralista? Sí, lo es, pero también sabe -y hacía mucho que no se daba cuenta- que sus valores no
son universales. Por eso este retrato amoral lo coloca en su verdadero mundo, aunque haya menos
tiros que de costumbre.