Se podría pensar en El lobo de Wall Street como en un agotado(r) film sobre la exhausta tradición de Hollywood, del mismo modo en que las simétricas tres horas de La vida de Adele pueden ser vistas como la cáscara vacía del modernismo que alguna vez quiso encarnar la Nouvelle Vague –y no en vano ambas tradiciones confluyen hoy en la igualmente fatua fiesta de Cannes–, pero eso será motivo de otra nota: ésta va por otro lado… O por una subtrama, digamos.
1. La ternura de los lobos
La última escena de El Lobo de Wall Steet nos devuelve al origen: el sueño americano de convertirse en ganador a toda costa y contra toda esperanza, porque el capitalismo vive a expensas de los loosers, tal como deja en claro la primera media hora del film al narrarnos el meteórico ascenso bursátil del protagonista. En el medio la película (¿inevitablemente?) se deshilacha, porque a Scorsese el funcionamiento de la bolsa le interesa menos que ese temor a volver a ser un hombre común, y lo que se hace para evitarlo. Después de todo, como dijo alguien por ahí, El lobo de Wall Street no es sino la película de un millonario. Pero el personaje de Di Caprio está más cerca del insoportable magnate de El aviador que del atormentado nuevo rico de El gran gatsby. Y muy lejos de Travis Bickle y Rupert Pupkin, patéticos hasta en el golpe de suerte. (Cuenta la leyenda que Scorsese y De Niro volvieron de incógnito al viejo barrio donde crecieron, buscando menos el sabor del pasado que el corazón de sus primeras películas hambrientas de gloria, sólo para descubrir que ya no sabían hacer películas “baratas”.) Desde entonces, Scorsese suple ese nervio originario con oficio, en el mejor de los casos, y en el peor con una mera acumulación de escenas, fiestas y drogas.
“Vertiginosa” dicen las críticas, lanzadas con sus adjetivos a repetición a emular la película misma, así como ésta pretende sumergirnos en el vértigo amoral del capitalismo financiero. Pero no hay distancia alguna, pese a los guiños y las miradas a cámara, del mismo modo en que no lo hay en la cinefilia destemplada, feliz por asumir que El lobo de Wall Street sería la mejor película de Scorsese en décadas… Nadie repara en que lo dicen muchos de los mismos que ayer alababan con igual ímpetu ese esperpento digito-sentimentaloide llamado Hugo, que enterraba al cine que decía homenajear. Pero nada nos asombra: ni los críticos redomados ni mucho menos un viejo lobo de Hollywood como Scorsese, que ya nos tiene habituados a esas aparentes paradojas. Porque si algo une a películas tan disímiles como ese cuento de hadas sobre el cine y esta fábula sobre el poder del dinero es el mismo exceso de sentido: se trata de parábolas morales (sobre el pecado y la redención, claro, como los críticos vienen deduciendo desde el catolicismo explícito de ¿Quién golpea a mi puerta? a La última tentación de Cristo). Pero el ángel enfermo que asomaba lateralmente en Calles peligrosas y que luego protagonizaría Taxi Driver para reaparecer como farsa en El rey de la comedia (consagrando a De Niro en ese repetido personaje, que le valió un oscar por Toro salvaje) tiene una gran diferencia con el gánster caído de Buenos muchachos y Casino (reciclado ahora en El lobo de Wall Street): en aquellas primeras películas se trataba de loosers que terminaban ganando por la perversión del entorno, mientras que en la nueva trilogía iniciada con Buenos muchachos se trata de tipos que quieren a toda costa dejar de serlo y caen en el intento (no en vano del mismo De Niro replica esa fábula sobre chicos buenos perdidos en Una historia del Bronx).
El mismo Scorsese encarnó ese ensueño cocainómano, como si para contarlo hubiera tenido que confundirse con él. Y es su propia buscada redención la que cuenta de película en película, atravesando la historia norteamericana (de La edad de la inocencia y Pandillas de New York a New York, New York y El aviador): si toda su obra es, como él mismo ha dicho, “una mirada al corazón de los Estados Unidos”, queda claro que se trata de.una mirada redentora. Basta verla en su más claro gesto de salvador-que-quita-los-pecados: su entrega del Oscar honorífico a Elia Kazan, epítome de Judas. Luego firmó el documental Una carta a Elia, en el que nos explica el impacto que tuvieron en él sus películas (es decir, por qué Kazan es importante…): “vi Nido de ratas cuando se estrenó, en 1954. Las caras, los cuerpos, la manera de moverse, el sonido de sus voces. La misma mezcla de dureza y ternura que veía cada día. Como si la gente a la que conocía importara, aunque tuviera defectos”. Pero el precio que paga por cubrir los “defectos” de su maestro es perderse en una confusión imperdonable, así como Kazan traicionó a la tradición que él mismo quiso inaugurar: pues Nido de ratas no era una crónica realista sobre un sindicato, sino un elogio de la delación en la era del macartismo… Como recuerda Homero Alsina Thevenet, desde entonces “la industria eliminó todo cine de denuncia y crítica social, interrumpiendo una escuela realista surgida con la posguerra”.
2. El corazón delator
Medio siglo después, el mero anuncio de que Elia Kazan recibiría un Oscar por su trayectoria mostró que los memoriosos no estaban dispuestos a “reconciliarse”, como quedó demostrado cuando media platea permaneció sentada de brazos cruzados mientras Scorsese le entregaba el premio. Recordemos: en 1952, Kazan delató personalmente a varios amigos suyos, acusándolos de pertenecer o manifestar simpatía por el Partido Comunista norteamericano. Entre los acusados figuraban Dashiell Hammett (el extraordinario autor de El halcón maltés, al que Hollywood le sigue debiendo una película mejor que la de Wenders) y su mujer, la también escritora Lillian Hellman. En su libro Tiempo de canallas, Hellman cuenta su último encuentro con Kazan, cuando la cita para anunciarle su decisión: “me era imposible entender lo que trataba de decirme, entre tartamudeos e indirectas. (…) Yo no quería hablar más con él, y aguardamos allí un buen rato en silencio, hasta que Kazan dijo súbitamente: ‘para ti seguro es fácil hacer lo que te de la gana, porque seguro ya te habrás gastado toda la plata que ganaste’. Esto me desconcertó durante semanas, hasta que entendí por fin lo que había querido decirme; era lo mismo que mi abuela rica solía repetirle a sus parientes venidos a menos: ‘los pobres tienen menos preocupaciones que los ricos, el dinero no agobia a quienes no lo tienen’. El pánico de los magnates de la pantalla ya era viejo cuando Kazan y yo nos reunimos, en esa primavera del 52. (…) Resulta conveniente recordar cómo eran entonces los magnates del cine, aunque dudo hayan cambiado en nada: resulta singular verlos rivalizar unos con otros por poseer el cuarto de baño más lujoso. Dudo mucho que el lujo desmedido haya estado relacionado antes al acto cotidiano de defecar; incluso es posible que a las heces no les guste ser acogidas con tanta pompa, y prefieran depositarse en el ama”. Hellman escribió ese libro recién en los años 70, movida por la certeza de que “el resultado de todo esto [haberse entregado al macartismo] fue la guerra de Vietnam y el ascenso de Nixon”. Mientras Hellman publicaba su libro, Kazan filmaba su última película: una desangelada versión de El último magnate…
El principal organizador de la protesta contra Kazan en 1999 fue el guionista Bernard Gordon, quien estuvo en la lista negra de McCarthy y –como Losey y otros– debió emigrar a Europa para seguir trabajando: “Si él se hubiera negado a declarar, muchos otros se habrían puesto de su lado y la lista no habría continuado. Pero él desequilibró la balanza para el lado de McCarthy, en vez de seguir el ejemplo de Arthur Miller y los demás que se negaron a colaborar”, dijo. (Entre los “demás” está otro nombre sagrado, al que nadie podría haber acusado de antinorteamericano: recordemos que el hombre que famosamente dijo “soy John Ford y hago westerns” no lo hizo en un reportaje de Cahiers du cinema sino levantando su voz en defensa de alguien maltratado en uno de esos juicios estalinistas.) Por el contrario, como relata Alsina Thevenet en su libro Listas negras en el cine, Kazan “procedió a esa delación con aparente entusiasmo, anunciando que su actitud respondía a una necesidad nacional”.Y desde el día en que optó por convertirse en “delator” (sin la culpa prevista en la película homónima de Ford), el director de Fugitivos del terror rojo se convirtió en una suerte de leproso moral, con el que ninguno de sus colegas de izquierda quiso volver a tener nada que ver. “Olvidaron incluso su nombre. De la noche a la mañana, el niño mimado de Broadway pasó a ser La Rata, y así siguen llamándolo casi medio siglo después”, decía el veterano guionista. (Kazan escribió en sus memorias –publicadas en 1988– que nunca se arrepintió de su decisión y que no dudaría en volver a hacerlo.) Un crítico señaló: “la ironía mayor es que unas cuantas secuencias del cine de esa rata tengan más energía subversiva que la obra completa del incorruptible Arthur Miller”. Esa ironía le sirve a Scorsese para sustentar la redención de los lobos.
3. Me casé con un comunista
Como afirma Jorge García, “Scorsese siempre se manifestó admirador de la obra de Elia Kazan.(lo considera una de sus grandes influencias). Lo llamativo es que ambos tienen películas en la que la delación está justificada (Viva Zapata y Nido de ratas en el caso de Kazan, Buenos muchachos y El lobo de Wall Street en el de Scorsese).” Si Kazan lo hizo para exculparse, Scorsese parece hacerlo para salvar no sólo a su maestro, sino a la tradición del cine americano. Porque Scorsese entiende que Kazan no sólo fue un traidor, sino que usó el cine para exculparse. Luego de declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas filmó Nido de ratas y otros films exculpatorios. (Es como si Borges hubiera usado su literatura para defender sus encuentros con Videla y Pinochet.) Los que han hecho ese tipo de cosas –sobre todo si fue con talento– han provocado mucha confusión, más allá de recordarnos que lo bello y lo bueno no necesariamente van juntos (platonismo que ya nadie se atreve a sostener, por otra parte). El mayor problema se da cuando los que deberían revisar críticamente esa tradición canonizan no sólo la obra sino también al autor (como si así salvaran la persona o su memoria), ocluyendo el problema. Grave error: Scorsese cree que tiene que salvar a Kazan como si de eso dependiera la historia misma del cine norteamericano, como si no supiera que está jodida desde El nacimiento de una nación… Hay que aprender a lidiar con esa herida fundacional, no ocultarla bajo la alfombra. Y mucho menos reproducirla.
Sus defensores (ya que Scorsese también tiene sus incondicionales) nos dicen que no hace apología de sus protagonistas, y que si bien se trata de delatores o psicópatas, el mismo Scorsese remarca que busca la identificación para producir luego un distanciamiento eficaz. Se trataría, en suma, de un recurso brechtiano. Pero si algo sabía Brecht es que la intención no alcanza (ya sabemos como está empedrado el camino al infierno…) sino que todo se juega en el extrañamiento. Cuando el dramaturgo alemán escribió su obra antinazi La resistible ascensión de Arturo Ui ubicándola en la Chicago de los films americanos de los treinta, lo hizo para trazar una relación entre fascismo y gangsterismo (la misma que Coppola devolvería a Hollywood recién treinta años después), conciente de que había algo incómodo e iluminador a la vez en esa representación. Pero no, tal como advertían los mismos censores de Hollywood que impugnaban el hacer del gánster un héroe, por la mera identificación del público: porque no se trataba de recusar la maldad del protagonista, sino de señalar su “resistible ascensión” en medio de un sistema que lo prohijaba (el mismo Brecht tuvo que abandonar raudamente los Estados Unidos tras ser uno de los primeros en ser citados cuando empezaba la resistible caza de brujas). En cambio, El lobo de Wall street no puede sino producir empatía por esa energía corrosiva: Scorsese siente por su protagonista la misma fascinación de quienes quieren verse reflejados en él, tal como nos muestra en el plano final, aún sabiendo quién es y qué vende (como nos recuerda Silvia Schwarzbock, “la fascinación que produce el libertinaje es poder experimentar la realidad desde el punto de vista del verdugo”). No es curioso entonces que habiendo recorrido toda la historia moderna de su país, y siendo el macartismo un período tan poco abordado por el propio cine (salvo las metafóricas Body Snatchers y A la hora señalada en su momento, y luego films aislados como El testaferro, Buenas noches y buena suerte, o Culpable, donde el mismo Scorsese interpretó a un perseguido…), el director más revisionista del cine norteamericano (quitando a Spielberg) nunca haya hecho centro en el macartismo. Pero no deja de ser comprensible: no hay ni un sólo rasgo de ternura que pueda redimir la dureza de ese espejo (como deja ver la transida mirada final de Di Caprio en El lobo de Wall Street).
Posdata: Mientras escribo estas líneas me entero de que Spielberg está trabajando en la adaptación de un viejo guión de Dalton Trumbo, que este escribió para Kirk Douglas tras su colaboración en Espartaco (doble osadía de Douglas, ya que la novela original pertenecía a otro asumido “comunista”, Howard Fast). Ese film de 1960 marcó en los hechos, cuando se filtró quien era el verdadero guionista tras el seudónimo, el fin de las listas negras (Trumbo había sido uno de los famosos “Hollywood ten” que se negaron a declarar amparándose en la quinta enmienda, y fueron condenados al ostracismo). Hay que recordar también que antes de dirigir esa película, Kubrick había trabajado junto a Douglas en la que tal vez sea su obra maestra: Senderos de gloria. En ella Adolphe Menjou (uno de los más famosos “delatores” de la época) tenía el rol de un general que no vacilaba en fusilar a los soldados que había mandado al muere para ganarse una condecoración. La ironía de Kubrick era más agria (y mucho menos cínica) que la de de Scorsese.