Scorsese y otra de sus historias de amor
Hay múltiples maneras de ver y analizar la obra de Martin Scorsese. Una de ellas puede ser contemplar sus films como diferentes historias de amor. En su cine todo se moviliza a través del amor. Un amor muchas veces retorcido, que se emparenta con la obsesión. Su filmografía está atravesada por el amor al crimen (Buenos muchachos, Casino), las mujeres (Taxi driver, La isla siniestra), la comunidad o el país en que se vive (Pandillas de Nueva York), los amigos (Calles peligrosas), determinados valores de lealtad (Los infiltrados). En casi todos los casos esos vínculos se ven frustrados, excepto quizás en La invención de Hugo Cabret, donde el amor al cine, la magia y la imaginación puede resucitar, reconstruirse, aunque con una consciencia melancólica sobre el paso del tiempo y lo que ya no puede volver a ser.
Scorsese ha llegado a un momento de su carrera, después de su consagración con la Academia de Hollywood, en el que cada proyecto que quiere concretar se realiza. Eso le ha permitido rodar films de enorme riesgo tanto para los estándares del mainstream como para él mismo, como lo fueron La isla siniestra o La invención de Hugo Cabret. Entonces, ¿por qué hacer un film como El lobo de Wall Street, donde pareciera repetirse en tópicos como el poder desmedido, la voluntad de acumulación de dinero, la pulsión por escalar en la sociedad y los caminos autodestructivos? ¿Cuál es el sentido de volver a hacer algo que ya hizo en films como Casino, Buenos muchachos o Toro salvaje? ¿Significa un paso adelante en su carrera o es apenas un relato de transición, la vuelta a lo seguro?
La verdad que El lobo de Wall Street no es una película “segura”. No es accesible para el público (que en Estados Unidos, por ejemplo, se ha mostrado bastante disconforme), con toda su carga de violencia sexual, lingüística y hasta física, del mismo modo que tampoco lo eran Casino y Buenos muchachos. Pero tampoco lo es para Scorsese, como se podría pensar desde un comienzo, porque esa vuelta atrás a sus marcas autorales de origen implica también dirigirse a un nuevo público con las armas de antaño, recurriendo a la vez a nuevas generaciones actorales: ya no están Robert De Niro y Joe Pesci, y son Leonardo DiCaprio y Jonah Hill los que toman la posta. Para los mismos intérpretes es un riesgo, porque los personajes que les tocan llegan a extremos de patetismo (ver sino las diversas escenas que muestran los efectos de pastillas alucinógenas), poniendo en crisis sus estaturas de estrellas. Lo es incluso para el guionista Terence Winter, creador de Boardwalk Empire, quien debe hilvanar un ritmo narrativo muy diferente al de esa notable serie.
Y había un riesgo extra, del cual el film se hace cargo con una cita, que es la existencia de un film como Wall Street, que ha funcionado como retrato de esa época de especulación, de castillos de naipes construidos de la noche a la mañana y luego derrumbados. Pero mientras la mirada del film de Oliver Stone era contemporánea, retratando ese ahora que eran los ochenta, la película de Scorsese es un vistazo en retrospectiva, donde la bajada de línea moral pasa por señalar cómo los mismos comportamientos de los ochenta se reproducen en la actualidad: nada cambió, las mentiras, los espejitos de colores, las tramoyas, las vanas ilusiones siguen siendo las mismas. Esto, podría señalarse con absoluta certeza, ya algo sabido e innegable, no se necesita ser muy inteligente para verlo. La diferencia radica en cómo ese diagnóstico se da desde adentro, desde las mismas entrañas y la mente del protagonista, algo que siempre enriqueció al cine de Scorsese y que acá llega al extremo, con el Jordan Belfort de DiCaprio mirándonos directamente a la cara, diciéndonos que hay cosas que nunca vamos a entender, que hay procedimientos financieros que se nos escapan, de los que nunca vamos a tener ni idea, que somos ignorantes y cautivos de una suerte decidida por fuerzas mucho más poderosas y despiadadas, que no hay remedio, que estamos fritos. Y si él, luego de ascender meteóricamente en base a la violación de todas las reglas financieras posibles, termina cayendo hasta lo más bajo, no es por quebrar las normas en un universo donde nadie las respeta, sino por pertenecer a otra clase social: por provenir de la clase trabajadora, la que quiere pertenecer, la que está dispuesta a todo por alcanzar el sueño americano que le vienen prometiendo desde siempre, pero que irremediablemente se va a quedar afuera. Se queda afuera, parece decirnos Belfort (y Scorsese mismo) porque hay todo un entramado, un sistema (amparado incluso por hombres honestos, como el agente del FBI encarnado con estupenda sobriedad por Kyle Chandler) dispuesto a echarlos cuando empiezan a molestar, pero también por su propia torpeza, por su falta de límites, por su propia voluntad autodestructiva. Y el film puede mostrar esos procesos, emitir un juicio sin paradójicamente juzgar, porque no deja de querer, de encariñarse con esos personajes imposibles, de entenderlos en su retorcida humanidad.
El lobo de Wall Street es, por suerte, no una película que repite, sino que dialoga. Como en un juego de espejos, funciona como perfecto reflejo de lo que significa el cine de Scorsese en la actualidad, hablando con los públicos del ayer y del hoy; contándonos cómo los buenos muchachos no sólo están en las calles de Nueva Jersey sino también en el mundo bursátil; que el hombre sigue contemplando a la mujer como un objeto; que la sociedad norteamericana (y la sociedad global con ella) está destinada a repetir los mismos errores de siempre; que cambian los peinados, los trajes y la música, pero todos continúan bailando de la misma forma; que el capitalismo sigue vivito y coleando porque nosotros no podemos, no sabemos vivir sin él. Lo hace a un ritmo infernal, despiadado, crudo, enérgico, con ese montaje de Telma Schoonmaker que es pura escritura cinematográfica a hachazos, con una cámara en permanente movimiento, con tres horas que se pasan volando hasta un agotamiento que es puro goce, de la mano de los descomunales DiCaprio y Hill (el primero en su mejor performance desde Atrápame si puedes, el segundo invocando con pasión el espíritu de Pesci). Scorsese demuestra que es el mismo de hace dos o tres décadas, que su discurso no cambió, pero porque continúa joven y no perdió la coherencia. El lobo de Wall Street es una película de Martin Scorsese, y no hay mejor elogio que ese.