El ejercicio del Estado, al desnudo
La película, producida por los hermanos Dardenne, sigue a su protagonista de espacho en despacho, reunión tras reunión, mientras alrededor suyo se tejen y destejen alianzas, traiciones, golpes de timón políticos y directivas siempre cambiantes.
Difícil desentrañar las razones por las cuales el distribuidor local decidió optar por el título internacional El ministro, en lugar del mucho más misterioso original francés “El ejercicio del Estado”. Pero, llámese de una manera o de otra, el tercer largometraje del francés Pierre Schöller –que luego de su estreno mundial en el Festival de Cannes tuvo un paso fugaz por Mar del Plata el año pasado– resulta un soplo de aire fresco en una cartelera dominada por vampiros adolescentes y el eterno Bond. No se trata, de ninguna manera, de una obra maestra, pero en su intrincada y rigurosa estructura narrativa firmemente anclada en el clasicismo es posible hallar más de un placer cinematográfico (y de otros tipos). Producida por Luc y Jean-Pierre Dardenne –la dupla de realizadores belgas responsables de films como El chico de la bicicleta y Rosetta–, El ministro es uno de esos films que proponen un acercamiento a universos poco transitados por el cine en general; no tanto una mímesis del mundo real como una construcción ficcional pautada, obsesionada casi, con la idea del verosímil.
Luego de una secuencia onírica en la cual una bella mujer completamente desnuda es literalmente devorada por un cocodrilo –freudianos, abstenerse de posibles simbolismos–, el ministro de Transporte francés, Bertrand Saint-Jean, despierta en medio de la noche con una erección y con la noticia de un horrendo accidente de tránsito. Así comienza su día, preparando el consabido discurso que deberá dar ante los medios, mientras viaja en helicóptero hacia la zona del desastre. A pesar de su apariencia, el film no intenta reproducir una disección de la alta política, sino más bien crear un espacio fílmico erigido alrededor de cierta idea de la realpolitik contemporánea. El ministro sigue a Bertrand de despacho en despacho, reunión tras reunión, llamada tras llamada, mientras alrededor suyo se tejen y destejen alianzas, traiciones, golpes de timón políticos y directivas siempre cambiantes.
El encargado de insuflarle vida al personaje es el notable actor belga Olivier Gourmet –un favorito de los hermanos Dardenne–, quien logra encarnar una criatura que transpira poder y, al mismo tiempo (a veces en el mismo plano), demuestra un alto grado de vulnerabilidad, siempre al borde de alguna clase de crisis. Tan importantes como el ¿héroe?, por cierto, resultan los personajes secundarios. Bertrand está constantemente rodeado de asesores, consultores y manos derechas de toda clase, desde un viejo político de alcurnia que hace las veces de Pepe Grillo (interpretado por Michel Blanc) hasta una joven consejera de imagen. Uno de los mayores atractivos del film es precisamente la ilusión de poder penetrar en el círculo más íntimo de poder, ese lugar donde se toman las decisiones más relevantes para la vida política y social de un país.
El ministro no es un film de denuncia, al menos no en el sentido tradicional del término. Si el espectador espera una crítica implícita al reciente gobierno de Sarkozy, no la encontrará aquí. De todas formas, sí es posible escuchar en diversos diálogos más de un comentario sobre el estado del Estado francés, su renuncia ante el capital internacional, la falta de perspectivas, la sistemática aplicación de parches ante problemas coyunturales sin solucionar conflictos de fondo. El ministro Saint-Jean, de hecho, se encuentra en una compleja disyuntiva: apoyar, traicionando sus propios ideales, una posible privatización de las estaciones ferroviarias o ser expulsado sin anestesia de las altas esferas del gobierno. El film se encarga de detallar con un simple comentario los orígenes del protagonista, lejanos a la vida política como herencia familiar. Sin embargo, vive diariamente, minuto a minuto, con una enorme satisfacción, la adrenalina del poder. “Si me conocieras bien, no me querrías tanto”, le dice Bertrand a su mujer en un momento de desnudez, de simple humanidad.
El guión del propio Pierre Schöller, astuto y preciso, hace de esas situaciones una suerte de contracara del animal político, como cuando el ministro pasa parte de una noche en el humilde hogar de su nuevo chofer, discutiendo en un diálogo de sordos con la pareja de su empleado, al tiempo que cae en una suerte de catarsis etílica. El ministro tiene la velocidad de un auto de Fórmula 1, ritmo que busca y logra que el espectador se vea aspirado en la vorágine de las imágenes y los diálogos. Lo cual impide en gran medida la reflexión, o al menos la empuja más allá de la secuencia de títulos de cierre. La dimensión moral del relato, en última instancia, se reserva para los tramos finales de la película. No revelaremos aquí detalle alguno de la trama, pero baste decir que un evento por completo inesperado ubicará a Bertrand en un nuevo cruce de caminos. Más allá de su decisión personal, y parafraseando a Lampedusa, El ministro se encarga de dejar en claro que en ese submundo ubicado irónicamente en el más alto de los sitiales, las cosas cambian todo el tiempo precisamente para permanecer inmutables.