La adaptación cinematográfica de una pintura es, sin dudas, un proyecto audaz y ambicioso. El molino y la cruz es un ejercicio de estética apasionante fundado en los vínculos y las divergencias entre el cuadro y la pantalla que, sin embargo, nunca llega a conmover. Lech Majewski se concentra en la mirada de Bruegel y en las obsesiones sociales y realistas que se van a plasmar en El camino al calvario, el cuadro en cuestión. Desde el primer plano de la película, la cámara avanza lentamente y en silencio por un decorado poblado de modelos vivos que permanecen inmóviles esperando ofrecer sus colores al pincel del maestro. El director polaco no utiliza la cronología ni la narración de la vida del pintor, se basa más en las sensaciones e interpretaciones que en la palabra o el sentido directo.
La misteriosa dualidad entre lo visible y lo oculto, que parece animar el proyecto, se desvanece en las escenas que muestran al pintor en acción, subrayadas con una voz en off descriptiva y pedagógica. Majewski intenta reconstruir el universo del artista, reflejar su precisión estética y su profunda sujeción en lo real. La época que toma vida detrás del cuadro está signada por la pobreza y el dolor. La película se detiene en la tensión evidente de cada retrato, en escenas de una violencia casi insoportable, como cuando los soldados españoles de la Inquisición atacan a los campesinos indefensos o en los festejos previos a una ejecución. Lo que está en juego a nivel narrativo es intrascendente, la falta de conexión entre las distintas secuencias y la incapacidad del director para otorgarles un poco de aire terminan de hundir a la película. Como si estuviese modelando un barco con fósforos, la cámara construye plano a plano, cuidando el mínimo detalle pero sin emoción, la imagen minuciosa del cuadro. Una multiplicación de esfuerzos inútiles que asemeja a Lech Majewski con el héroe de Borges.