Entre descriptiva y didáctica
El film del polaco Lech Majewski toma como punto de partida una de las creaciones más conocidas del pintor holandés Pieter Brueghel (Padre), “Procesión al calvario”, para imaginar la vida cotidiana de algunos de sus personajes.
Todos aquellos padres de niños pequeños saben que en la señal especializada Baby TV se exhibe un segmento animado llamado “La galería del abuelo”, cuyo objetivo es iniciar a los más chicos en el mundo de la pintura. Así famosas obras del arte plástico universal son recorridas por un crío, su conejo-mascota y el famoso abuelo, que siempre anda escondiéndose entre los pliegues del lienzo original. Salvando todas las distancias de estilo y el público al que va dirigida, El molino y la cruz transita un camino similar, al menos en lo que respecta a su dispositivo central. La idea del film del polaco Lech Majewski se ubica a mitad de camino entre lo descriptivo y lo didáctico y toma como punto de partida una de las creaciones más conocidas del pintor holandés Pieter Brueghel (Padre). “Procesión al calvario”, óleo de gran tamaño y compleja estructura, está a punto de cumplir 450 años y en ella se representa el Via Crucis de Cristo en un contexto anacrónico: el sometimiento del pueblo de Flandes (hoy Bélgica) a manos de los soldados españoles, poco antes del comienzo de la Guerra de los 80 años.
Lejos del tono ligero de La kermesse heroica, el clásico de Jacques Feyder que tomaba en solfa la misma coyuntura histórica, el largometraje de Majewski se presenta desde sus primeros minutos como un proyecto serio, grave, adusto. Y que utiliza hasta el límite de sus posibilidades, casi como una obsesión, la textura hiperrealista de las cámaras de alta definición, cortesía de un trabajo de fotografía fusionado con la más pura ingeniería digital. Si el objetivo desde lo visual es “meterse” en la pintura, observar cada uno de sus pormenores, la película imagina asimismo la vida cotidiana de algunos de sus habitantes, en viñetas que van de lo banal a lo trágico. El film aclara y explica contextos, particularidades, causas y consecuencias a través de tres personajes: el mismo Brueghel, interpretado por Rutger Hauer, su mecenas (Michael York) y la mismísima Virgen María (Charlotte Rampling). Son esos tres veteranos de varias guerras –acompañados por un ejército de anónimos extras polacos– quienes se explayan ocasionalmente con palabras en un film que sólo las utiliza en contadas ocasiones, pero que precisamente en esos momentos abandona por completo cualquier inquietud experimental para entrar de lleno en el terreno de lo pedagógico.
Por momentos, El molino y la cruz parece una versión remozada de aquellos tableaux vivant que el cine primitivo adoraba reproducir cinematográficamente, pura pose y gesto grandilocuente. La calidad iconográfica que adquiere cada uno de sus planos y secuencias recubre al film de una pátina de autoindulgencia técnica que no logra esconder su esterilidad estética y falsa profundidad discursiva (volver a ver, como genial contrapunto, las imágenes de la ficción dentro de la ficción en el genial cortometraje La Ricotta, de Pasolini). No hay aquí ninguna reflexión sobre el proceso creativo; menos aún un retrato sobre una época y su cosmovisión. Apenas un aliciente para buscar y admirar alguna reproducción del “calvario” original. Para finalizar con otra cita, El molino y la cruz se asemeja al sueño hecho realidad del cineasta que en Pasión, de Godard, intenta llevar a la vida fílmica una serie de famosas pinturas barrocas. Casualmente, ese personaje de ficción era polaco como Majewski y su proyecto estaba destinado al fracaso desde un primer momento.