Por un cine hipnótico, fascinante y radical
Mucho se habla de la relación entre el cine y el resto de las disciplinas plásticas y audio(y/o)visuales. El compositor de ópera, poeta, artista, fotógrafo y cineasta Lech Majewski llevó al extremo esa conexión al articular fotografía, literatura, pintura y teatro en El molino y la cruz.
Basado en un ensayo del crítico de arte norteamericano Michael Gibson, el film es el resultado de un proceso de producción homérica de más de cuatro años montado por el polaco para elaborar un minucioso análisis iconográfico del cuadro El camino al calvario, en el que Pieter Brueghel representa el Vía Crucis de Cristo ambientándolo en la ocupación española de Flanders a mediados del siglo XVI.
Para eso, Majewski toma al mismo Brueghel (interpretado por Rutger Hauger, viejo conocido del cine de acción de los años ‘80) y a una veintena de personajes de los más de 500 retratados en la obra -entre los que están Jesús y la Virgen María (Charlotte Rampling)- para reconstruir a través de ellos el contexto social, político y cultural de aquel poblado.
Una experiencia visualmente hipnótica, sensorial y fascinante, pero también un fuerte manifiesto sobre el poder del artista en el marco social. Articulado prácticamente sin diálogos, entremezclando escenas rodadas en locaciones reales con otras en las que la propia pintura sirve de marco geográfico, El molino y la cruz es una de las experiencias más radicales del año.