Un camino hacia la nada
La nueva película de Javier Rebollo, director de La mujer sin piano (2009), es el retrato agridulce de Santos (José Sacristán), “un asesino a sueldo que no puede matar”. Una road movie cruda y melancólica que atraviesa gran parte del territorio argentino.
El presente para Santos dista mucho de ese pasado cada vez más remoto, en el que su “oficio” estaba en pleno apogeo. Al parecer, extraña demasiado ser un asesino a sueldo. Y se consuela rememorando los nombres y apellidos de sus víctimas. Pero eso no lo inhibe de intentar cumplir con su vieja tarea, aunque su arma ya no sirva para matar. El muerto y ser feliz hace del hermético Santos su centro y destino final. Destino bastante limitado, ya que el hombre atraviesa la fase terminal no de uno sino de tres tumores. Quedan, no obstante, los recuerdos y su Falcon. Los primeros parecen producto de un delirio al que sobrelleva con estoica voluntad, mientras que el segundo implica el contacto con el mundo exterior (más bien limitado) y -en especial- con una mujer que encuentra de forma casual.
La película de Rebollo es esa clase de road-movies que no conduce (valga la redundancia) al personaje principal hacia un cambio, sino que opta por acercarnos a él, revelarnos qué otras capas lo definen. Esta decisión está, al mismo tiempo, condicionada por cierto matiz entre paródico y cómico con el que el realizador (también co-guionista) narra la historia. Y mucho de ello tiene que ver la voz en off femenina que apunta y anticipa el destino de Santos. Un recurso que durante la primera parte funciona más que bien, pero que luego se torna reiterativo y denso.
Al comienzo, el protagonista intentará cumplir con una última misión que se tornará imposible terminar. Y que tendrá como consecuencia fantasmal la presencia del misterioso hombre que se la encargó (Jorge Jellinek, impregnado en sus pocas escenas en un aire lyncheano). Para peor, Santos debe inyectarse morfina cada vez con mayor frecuencia para mitigar el dolor. ¿Cuál es el resultado de este recorrido que termina siendo un viaje sin destino fijo?
El muerto y ser feliz está atravesado por algunas singularidades que pueden acercarnos a una respuesta para aquella pregunta. Ya desde el título (algo disonante) hay una tensión entre la vida y la muerte. “El muerto” bien podría definir a Santos, que está vivo. Y “ser feliz” podría manifestar el deseo que lo lleva a no detener ese viaje. También es singular el recorrido: o bien hay elipsis que no logran ser verosímiles, o bien Rebollo quiso hacer de la geografía argentina una excusa argumental para asociar los paisajes (en mayor parte, decadentes) a la fragilidad de Santos. Porque no es creíble pasar de Mar Chiquita al norte argentino en tan poco tiempo. Sí, en cambio, resulta más orgánica la propuesta de introducir algunos personajes de forma directa y antojadiza, de “imponerles” conductas extrañas (la golpiza en el bar santiagueño, mediada por un paso de baile), de aportarle a la voz en off algunas observaciones sobre la voluntad de Santos de “argentinizarse”, o de proponer dos finales. El recorrido es, entonces, una de las formas posibles de ingresar al mundo del personaje principal.
Finalmente, lo que aleja al film de sus fallas y potencia sus virtudes es la actuación de Sacristán. En medio de un guión tan artificioso adrede, el actor le da a su criatura toda la ternura y compasión que necesita para que la platea lo quiera y lo acompañe, con gusto, en este viaje hacia la nada.