Una road movie sin mapas ni brújulas
Santos (José Sacristán) es un asesino a sueldo español que vivió en Buenos Aires y ahora padece una enfermedad terminal. Toma el auto y se pierde por las rutas argentinas rumbo al norte, donde en el camino encuentra a Erika (Roxana Blanco), una joven que también parece huir. Y juntos se harán compañía mientras el dolor y el fantasma de un contratista lo persiguen a él y la infancia familiar a ella. Este es tan sólo el punto de partida de El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo, una película que brilla por varias y estupendas decisiones de puesta en escena que el director desarrolla a lo largo del film.
Si algo tiene Rebollo es que nunca se parece al cine español que uno ha visto. Y su modernidad es apabullante. Los géneros son utilizados para diseccionarlos y deconstruirlos y así narrar evitando cualquier clasicismo. En este caso una road movie sin mapas ni brújulas ni otro destino más que uno aleatorio.
Como quien explota y divide el producto audiovisual cinematográfico, la banda sonora utiliza una voz narradora (desdoblada: femenina mayoritariamente y masculina en contadas ocasiones) que adelanta, retrasa, completa, niega, contradice, falsea lo que la imagen (nos) muestra, poniendo en duda su confiabilidad, por su carácter fabulador y mitómano. A la par, el sonido se aquieta y desaparece súbitamente en algunos momentos para, en otros, volver a llenar de canciones (como en un falso musical) el relato.
El humor en El muerto y ser feliz se asoma siempre por los resquicios menos esperados y se apodera de las situaciones escapando de los estereotipos. Ecos de Leonardo Favio y de Lucrecia Martel se cuelan en las imágenes y en los espacios recorridos mientras uno intuye también una mirada que es menos el ojo prepotente de un extranjero que el atento observar devenido de un cariño sincero.