El sardónico viaje final de un asesino a sueldo
Dos años después de su estreno en San Sebastián y de que abriera el Festival de Mar del Plata 2012, se estrena finalmente la película que el español Javier Rebollo (Lo que sé de Lola, La mujer sin piano, ambas exhibidas en el Bafici) filmó en la Argentina. El muerto y ser feliz presenta un vector que sale de Buenos Aires y se dirige hacia el Noroeste. En forma de road movie que cubre grandes distancias, el centro se encuentra en un asesino profesional muy enfermo (José Sacristán, con su habitual carisma seco). Rebollo -y sus coguionistas, la española Lola Mayo y el argentino Salvador Roselli, el de Las acacias- plantea una narrativa que no busca mayor cohesión, sino que apuesta por la sucesión de hechos unificados tenuemente por la figura de Santos y su viaje.
La relación de Santos con las mujeres, su necesidad de morfina (o de alguna otra droga), su encargo profesional: todas excusas -aunque a veces demasiado brumosas, como el asunto de nombrar a las víctimas del protagonista- para que la película despliegue un juego sardónico y sincopado con ciertas convenciones del género policial.
Estamos aquí ante la variante "protagonista en su propio crepúsculo", para la cual el film presenta dos voces en off, al estilo de Historias extraordinarias, de Mariano Llinás (que son de la guionista y el director, y que no necesariamente dicen "la verdad"), que trazan un panorama afilado de la decadencia de los ambientes que recorren los personajes, es decir, de buena parte de la Argentina.
El muerto y ser feliz se constituye en una rareza cuyo poder intrigante se va diluyendo mientras pasan los minutos, y sabemos que no irá mucho irá más allá de la sucesión de situaciones, que podrían haber tenido mayor cohesión. Sin embargo, cuando en el final se decide por cerrar con una canción de Nacho Vegas en una situación amable, confirmamos que los personajes han sido guiados con un extraño sentido del humor y de la responsabilidad, con un bienvenido cariño.