Nadie es profeta en su tierra. Muchos directores nóveles de España encuentran a sus propios detractores en su versión vernácula, y no son éstos, necesariamente, miembros de una generación lejana. Basta que un extranjero insinúe un elogio sobre Jaime Rosales, por ejemplo, para que inmediatamente un coro de indignados exija, a veces amablemente, otras no tanto, una rectificación inmediata. Muchas veces, el argumento arrastra el conocimiento directo; tal director es esto o aquello, y la obra se juzga no tanto por sus condiciones objetivas sino por la personalidad del creador de una película.
El año pasado Isaki Lakuesta se llevaba la famosa Concha de Oro por Los pasos dobles, y no sólo incomodaba a todo un sector de la prensa conservadora y servil al cine que llega desde California con sus estrellas fulgurantes, allí en donde España ahora también cuenta con sus astros autóctonos, quienes lucen su estirpe, como la bella Penélope y los machos insignes, como Antonio y Javier. Un año atrás, los críticos más cinéfilos también vacilaban respecto si dar o no su asentimiento al joven galardonado. Lo sabemos, y se trata casi de una deontología para críticos: nada de tibieza, tampoco de timidez; hay que atacar sin miramientos, pues se trata de un mandato del gremio. Es que la intransigencia y la virulencia suponen ser virtudes cinéfilas; se ama o se odia, y en general para siempre.
Javier Rebollo divide las aguas desde que debutó con Lo que sé de Lola. Siempre que un cineasta debuta con ciertas ambiciones, la desconfianza se impone; el crédito para un advenedizo, entre mis colegas, suele ser mínimo; es preferible ser riguroso en la resta que en la suma. Como sea, de Rebollo dicen (o decimos) de todo: farsante, pedante, acaso un cineasta de una frialdad execrable. Para muchos se trata de un bressoniano trasnochado, un mero imitador de las formas de un genio. Es cierto que Rebollo no ha ocultado su admiración por el gran maestro francés, y en Lo que sé de Lola se podía rastrear algo de la escritura cinematográfica de aquel genio. Lo mismo podría decirse de La mujer sin piano, una película, a mi juicio, más cercana a otro maestro procedente del mismo terruño: Jacques Tati.
Y llega entonces su tercera película, una comedia inverosímil y rara, la que no transcurre ni en Francia, ni en España sino en Argentina. El muerto y ser feliz, título extraño y desprolijo, ya tiene aquí, a tan sólo un día del estreno mundial, sus detractores vernáculos como extranjeros, y pronto los cosechará en Argentina, cuando la película dé el puntapié inicial en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En el sur, por cierto, Rebollo también cuenta con sus enemigos, y después de este film sobre argentinos, más allá del sensato humanismo verificable en el relato, es probable que el club de sus admiradores, si los tiene, cierre definitivamente sus filas. Sucede que la mirada sobre Argentina, a pesar de que el centro de gravedad narrativo pasa por otro lado, no es justamente simpática. Se trata de un país en demolición, y no solamente por un paso gracioso por Miramar en la provincia de Córdoba, un pasaje ontológicamente surrealista en el que los dos protagonistas y dos turistas pasan por ese escenario indescifrable, un poco por azar; en efecto, desde Buenos Aires hasta Salta, El muerto y ser feliz devuelve permanentemente una nación oxidada, poco federal, materialmente desecha y bien predispuesta a la coima; si no hay dinero alcanza con un casete de Jorge Corona y una pequeña virgen cristiana para atesorar en el hogar.
En el cine de Rebollo, los personajes están en movimiento. El hijo edipizado hasta el infinito de Lo que sé de Lola se ve obligado a viajar siguiendo los pasos de esa mujer que no viene a sustituir a la madre muerta sino a determinar un posible viraje en la economía libidinal de su protagonista; en La mujer sin piano, la protagonista se prepara para un viaje que finalmente no llega a cumplirse del todo, pero su disposición existe y su deseo también. El muerto y ser feliz es directamente una road movie elegíaca y cómica, un viaje tanático y erótico durante los últimos días de un moribundo.
Santos (José Sacristán), el asesino que no recuerda a su primera víctima, a quien le pagan por matar y que en este ocasión vuelve a ser contratado para asesinar, pero que misteriosamente no cumple con su objetivo, padece de cáncer. Su cuerpo es una fábrica eficaz de tumores. Cerebro, páncreas y otras ramificaciones, es decir una fiesta de metástasis. Su condición terminal sólo se torna visible cuando se inyecta morfina, pero el punto de vista elegido por Rebollo jamás apela a la compasión. Es una condición material, una evidencia, y en todo caso, un móvil de la psique del protagonista, al que ya nada le importa excepto dimitir de su paso por el mundo sin convertirse en un convaleciente hospitalizado y penoso, incluso si tal decisión implica renunciar a una enfermera cuyo cuidado excede cuestiones médicas.
De la panorámica aérea inicial de una plaza de Buenos Aires en el que una voz en off presenta a Santos al plano en el que aparece el título del film, pasarán varios minutos, unos 40 planos, para ser precisos. El formalismo de Rebollo no está vedado, sí atenuado. En esos 40 planos se revelan varias cosas: la obsesión geométrica por los encuadres ya no estará del todo presente como en los títulos precedentes, sólo habrá plano-contraplano en circunstancias excepcionales, la voz en off será un recurso omnipresente pero bajo un patrón irregular en su uso y el sonido del film aportará elementos de extrañamiento respecto de lo visible. (En cuanto a esto, la extraña dedicatoria inicial a la Cinemateca de Montevideo no sólo se objetivaría en la presencia del crítico de cine y actor, Jorge Jelinek, quien parece haber sido transportado de la magistral película de Federico Veiroj, La vida útil, una película de amor por la institución aludida, sino también por el uso de fragmentos musicales puestos en un segundo plano sonoro que parecen llegar desde un fuera de campo ajeno al perímetro imaginario del mismo film de Rebollo)
El viaje de Santos no sería el mismo si no estuviera acompañado por Érika (la estupenda Roxana Blanco), quien sube al Ford familiar del asesino a sueldo mientras discute con un hombre más joven que ella. Sobre los intereses de Érika y su vida (familiar) se sabrá algo casi al final, pero lo que importa aquí reside en la empatía casi inmediata entre Santos y ella, y el paulatino entendimiento que se establecerá entre ambos. Si bien Santos y Érika son un poco como los perros desamparados que Rebollo descubre en las estaciones de servicio argentinas, entidades invisibles e inofensivas, su encuentro conjura austeramente la soledad infinita de ambos.
El tema por antonomasia en el cine de Rebollo es el absurdo como fuerza secreta que amenaza dispersamente nuestros actos, fuerza que también habilita posible prácticas de libertad. Libertad que Rebollo ejerce respecto de su relato: en este viaje dictado por los caprichos de un moribundo, no hay mapa, sólo territorio (y no sólo porque los cartógrafos argentinos incluyan carreteras que no existen en sus publicaciones o dejen afuera rutas que sí pueden ser recorridas). Después de todo, y a pesar de que el cine suele agitar oblicuamente la existencia democrática de un guión para todo ser vivo y la promesa de un destino, el viaje aquí si bien es lineal carece de dirección y sentido, un periplo sin telos, sin nada que predetermine la voluntad de movimiento. Clarividencia discreta de un film que elige dejar cabos sueltos y perderse un poco; en su indeterminación absurda se pone en vigencia un viejo adagio: “la vida no es un argumento”.