Neruda: me gusta cuando callas
Quién diría que el dueño de un diario puede decidir qué es noticia y qué no para influir –léase forjar- la opinión pública según su antojo y conveniencia y pueda afirmar sin escrúpulos que los presidentes pasan y nosotros (el periodismo) quedamos. Quién iba a decir que el dueño de un medio de comunicación esconde un secreto con respecto a la paternidad de uno de sus hijos. Y quién diría que me estoy refiriendo a Natalio Botana, dueño del diario Crítica en los años 30.
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, por lo menos en lo que respecta al personaje. En cambio, la recreación de la realidad de los años 30 por parte del equipo de Olivera denota un esfuerzo y una dedicación meritoria. Notable reconstrucción de época que incluye innecesarios planos generales llenos de extras acartonados, locaciones reales y un sinfín de trajes y automóviles que hacían furor en aquellos años locos.
Puesta en función de demostrar que, con un poco de dinero, puede haber verismo histórico en el cine argentino, El mural cae en puro esteticismo visual –tan ajeno a los ideales que intenta reflejar en David Sequeiros- y hace agua todo el resto de la película. Sin profundizar demasiado en las características de los personajes y sus motivaciones, el trazo grueso a la hora de caracterizar a los personajes –la charla progre de Salvadora con la nana lesbiana o la obviedad amorosa entre Neruda y Blanca Luz Brum- no colabora ni un poco con este grupo de actores forzados a hablar todo el tiempo de sí mismos. Los diálogos redundantes y declamatorios tampoco logran crear o transmitir la pasión desmedida que, se supone, conllevan. Se agradece, eso sí, que Neruda sea nomás que un bolo.