Del amor y otros demonios ¿Qué es el amor? es la pregunta que una mujer se hace en los primeros minutos de El objeto de mi amor (2014), y esa mujer no es otra que Eloísa Tarruella, actriz, dramaturga y cineasta, que junto a Gato Martínez Cantó, su esposo en la vida real, decidió llevar adelante una atipica docu-fición que indaga sobre el amor. Tres historias documentales se hilvanan a través de una ficción en donde una joven protagonista se pregunta ¿Qué es el amor?. En la busqueda de una respuesta entrevistará a tres parejas que pese a un montón de factores adversos y casualidades (o causalidades) se encontraron con él. Una pareja de mujeres, madres de trillizos, dos viajeros erráticos que se encuentran por la lectura de un libro, y un libanés con una argentina que desafiaron el tiempo y el espacio. Tarruella, hacedora de Gené, en escena (2010), y Martínez Cantó, codirector de El Almafuerte (2009), se embarcan en un viaje con un mismo denominador común. Y no solo la de una respuesta sobre el amor sino en la búsqueda de un lenguaje cinematográfico diferente para hablar sobre un tema ausente en el documental actual. Dividido en una historia de ficción y tres documentales, El objeto de mi amor presenta a una joven mujer -una suerte de Audrey Tautou en Amélie (2001)- que espera el llamado de su amado mientras se interpela a si misma sobre el amor. Llamado que no ocurre y que la lleva a reccorrer las ciudades de Verona y París. En la primera se encontará con la casa que albergó a Romeo y Julieta, y allí tratará de encontrar una respuesta a través de las voces de quienes concurren al lugar, mientras que en París irá tras las huellas de Abelardo y Eloísa y de los emblemáticos La Maga y Oliveira, a los que Julio Cortázar les dio vida como protagonistas de "Rayuela". Pero nuestra mujer sigue sin encontrar respuestas y se enfrentará -ya en nuestro país- a tres parejas a las que el amor les llegó de diferentes maneras. En la primera lo hará con una argentina y un libanés que se conocieron por chat y tras un viaje de ella a Medio Oriente decidieron establecerse en Buenos Aires; en la segunda se enfrentará a un matrimonio de mujeres que tuvo trillizos por inseminación artificial; mientras en la tercera irá a San Nicolás para entrevistar a una una ex oficinista y un escritor de libros de viajes que se conocieron a través de la lectura de uno de esos libros. Hay en El objeto de mi amor cierto dejo de melancolía pero no desde la incredulidad de los sentimientos, sino sobre un tema al que el cine mucho no se le anima. Y es en la temática y en la forma de abordarla en donde el film gana. Tanto Tarruella como Martínez Cantó le dieron una vuelta al género de la entrevista, y más allá de algunas cuestiones que pueden ser criticables, logran una docu-ficción entretenida, original y con muchos aciertos en lo cinematográfico.
Un documental de cuidada y costosa producción, de investigación sobre amores reales literarios, históricos, con buenos testimonios pero con una intervención demasiado marcada de la directora que deviene en protagonista.
Sobre el amor, con inocencia En "Viudas", Graciela Borges era una cineasta ocupada en desarrollar un documental sobre el amor. Lo hacía con un delicioso aire de señora que se inclina a recibir las variadas revelaciones de la gente a la vez común y maravillosa. En "El objeto de mi amor", Eloísa Tarruella (cineasta en la vida real) también desarrolla un documental sobre el amor. Pero lo hace con la ilusión de una joven que busca en la felicidad de otras parejas ese algo que está esperando para sí misma. Compone un personaje a la espera de un llamado. Mientras, pasea por la Verona de Romeo y Julieta con su balcón de dudosa pertenencia, Buenos Aires, San Nicolás, y París. El Pont des Arts donde los novios cuelgan sus candados a modo de promesa, costumbre ya citada en "Rayuela", la lleva hasta la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse, sobre la cual los lectores dejan cartas y dibujos recordando a La Maga. Más adelante, un astrolabio y el facsímil de unas cartas medievales le recuerdan el romance oculto del monje Abelardo y Eloísa, cuyos cuerpos solo fueron reunidos en 1817, tiempos del romanticismo. La joven nos muestra el pequeño mausoleo, en la parte más boscosa del Père-Lachaise. Pero lo suyo, junto a los paseos, es la vida. Por eso charla con una argentina y un policía libanés que dejó todo por ella, una locutora y su discípula que hoy son madres de tres criaturas con derecho pleno, un mochilero que anda por el mundo y una oficinista que leyó su libro de viajes en el subte y ahora lo acompaña. Cada pareja cuenta su historia de amor, su primer beso, el riesgo que tomaron, y señala el objeto que simboliza su unión, entre ellos un cuadro del santo maronita Chárbel Makhlouf, dos anillos, etc. A lo que se suman el astrolabio, una clepsidra, dos cámaras... y un teléfono. Ya dijimos que nuestra Eloísa esperaba noticias de su Abelardo. En resumen: una pieza amable, bien cuidada, con algunos textos quizá más elaborados de lo necesario, pero que ayudan al amor. Que es el objeto de la película. Autores, Eloísa Tarruella y Gato Martínez Canto.
La ficción metió la cola Tres historias de amor son las que se cuentan en El objeto de mi amor, documental dirigido por Eloísa Tarruella y Gato Martínez Cantó; historias que tienen sus particularidades, que hablan especialmente de las distancias -geográficas, políticas, sociales- que separan a las personas pero que tienen como principio rector el ser esperanzadoras respecto de las posibilidades de esa abstracción del romanticismo. Tres historias, además, que no precisaban de la ficción que se mecha entre aquellos relatos y que le brinda un incómodo protagonismo a la directora, puesta en el rol de amante solitaria rodeada de clichés objetuales, iconográficos, narrativos y discursivos. Ariadna y Georges son una argentina y un libanés que se conocieron a la distancia y terminaron juntos, entre viajes, crisis políticas y rebeliones. Laura y Juan tienen en común el hecho de carecer de un centro geográfico, son viajeros y su amor se desparrama por todos los costados del mapa. Y Silvina y Andrea son dos mujeres que no sólo tuvieron que esperar por una ley que les permitiera oficializar su vínculo, sino que además son madres de trillizos luego de una inseminación que culminó con semejante sorpresa. Cada historia, como decíamos, tiene sus particularidades. Y si bien ninguno de los relatos sobrepasa el terreno de lo singular, hay que reconocerles su apuesta al amor que supera el cinismo de la posmodernidad. Hay frases trilladas, hay otras decisiones más valientes, pero siempre en estos protagonistas está patente la idea de apostar por el amor. Y de convertirlo en una razón de peso y no sólo en algo naif. El objeto de mi amor se propone como un acercamiento hacia ese sentimiento etéreo, pero tiene la virtud de no ponerse -cuando hablan sus protagonistas- serio ni falsamente filosófico. En esa honestidad radica parte de su encanto, ya que no quiere adornar con flores aquello que es de por sí bastante cursi. Quizás su mayor acierto tenga que ver con una pregunta que se responde al comienzo y al final del documental, y que en esa variación temporal pasa de lugar común a consecuencia lógica de experiencias intensas. “Hay que apostar al amor”, dicen, y uno recién en la segunda vez, con las historias ya conocidas, logra interpretar cómo llegaron los protagonistas a esa conclusión. Pero, decíamos, la ficción mete la cola. Y en cada transición que tiene a la directora como protagonista, en el rol de una Amelie deprimida por la falta de una voz del otro lado del teléfono rojo, es cuando este documental pisa en falso. Toda la solemnidad que falta en los relatos a cámara de las parejas entrevistadas, se hace presente en segmentos engolados, carentes de autoconsciencia y trillados, como las lecturas de Rayuela (¿en serio?) o un leit motiv musical que se repite y al que la directora le termina haciendo la mímica. Son pasajes un poco ridículos, de un protagonismo excesivo y poco útiles para el film, que incluyen viajes a París y Florencia que no suman nada. Es en esa apuesta estética barroca que choca con la más despojada de los relatos, donde el documental termina fallando. Cupido, pifia el flechazo.
¿Qué es el amor? No se me podría ocurrir una pregunta más complicada para hacer o hacerme. Si me preguntan, creo que no hay una respuesta, sino miles y que por separado no se acercan ni a una parte del significado total. Pero Eloísa Tarruela (que acá hace de directora, guionista y protagonista) necesita esa respuesta. Y para encontrarla bucea. Lo hace en lugares, en obras clásicas (imposible que no se mencione Romeo y Julieta), en historias de amor que investigó y la cautivaron (dos mujeres que se animaron a amarse, dos personas una en cada punta del mundo que se juntaron y ya no pudieron separarse, o dos personas a las que un libro y el amor por los viajes reunió), y en objetos. Objetos que han pasado de ser simplemente cosas para convertirse en algo más. Así, con tres historias de amor de fondo, y el teléfono rojo que no suena, Eloisa reflexiona sobre el amor y lo hace de manera poética y con diferentes y bellos escenarios de alrededor del mundo. Un documental chiquito, pero más que nunca con mucho corazón, con el corazón puesto sobre la mesa. Porque si bien cada una de estas historias de amor parecen grandilocuentes, cada historia de amor lo es. Y porque cada historia, si se la piensa, a veces parece salida de la ficción, es que este documental opta por un tono poético que lo aleja un poco del género. Se toma sus tiempos, permite reflexionar y reflexionarse. Y en el medio, la historia (ficticia) de la narradora, chiquita pero que une al resto y que gira en torno a ese maldito y querido teléfono rojo que no suena. Algo interesante que en este caso tienen en común las tres historias en que la película, la narradora, decide enfocarse, es el tema de los viajes. Hay algo en trasladarse de un lugar a otro, en explorar sitios desconocidos, o a aventurarse a algo nuevo y dejarse sorprender, “un salto al vacío”, como define uno de sus protagonistas tanto al amor como a los viajes. Y es eso lo que hace su protagonista al situar diferentes momentos de la película, a encontrarlos, mejor dicho, en diferentes partes del mundo. La película de Eloísa Tarruela y Andrés Gato Martínez Cantó es entonces una invitación poética a la reflexión sobre el sentimiento más universal de todos.