LA CASITA DEL TERROR
Con casi diez películas que lo tratan de una manera u otra, el caso Amityville es uno de los más prolíficos en términos cinematográficos, al contar con diversas obras que han pasado, en su gran mayoría, con más pena que gloria por el imaginario colectivo. Sin embargo podemos contar a El Horror de Amityville (Stuart Rosenberg, 1979) y Terror en Amityville (Andrew Douglas, 2005), con Ryan Reynolds, como las más reconocibles de sus múltiples abordajes.
La versión de Sheldon Wilson nos lleva a 1997, año en el cual la familia Anderson desaparece misteriosamente sin dejar rastro. 17 años después, Angela (Jodelle Ferland) es contratada por Janie (Pascale Hutton) para que cuide de su hijo Adrian (Sunny Suljic), el cual no ha dicho una palabra desde la muerte de su padre. Nuevos en el pueblo, madre e hijo se acaban de mudar a la casa que casi dos décadas atrás fue testigo de la desaparición de los Anderson.
En su etapa inicial, la película deja ver rápidamente todas sus cartas en la mesa al introducir varios elementos que, por ser claramente identificables, no garantizan un desarrollo posterior satisfactorio.
Y allí tenemos a un trío de abusadores torpemente retratado, que molestan a Pandy y Angela porque sí, y sólo servirán únicamente al nudo principal de la película al ser la razón por la que la casa “despierta”. Por otro lado, vemos como los personajes de Officer Bower (Neal McDonough) o de Lochlyn Munro vagan en la intrascendencia de una trama previsible que podría haber vertido el registro dramático a hombros más experimentados como el de estos actores. Los conflictos de los personajes, especialmente el de la relación lésbica entre Pandy (Chanelle Peloso) y Angela (Jodelle Ferland), siguen los preceptos del viejo slasher ochentoso: la sexualidad es pecado y debe ser penada.
Entre estos recursos reconocibles, El Origen del Terror en Amytiville sigue su curso en piloto automático: con escenas, diálogos y situaciones forzadas. Todo sucede porque debe suceder, porque es una película de terror y las cosas son así. Aquí no hay construcción de suspenso, ni de identidades, ni mucho menos un desarrollo de personajes.
Y entonces la película de Wilson se percibe como una película hecha al molde clásico, donde sigue lineamientos pre-establecidos al pie de la letra y no sabe como aprovechar sus escasas ideas decentes -como la vuelta de tuerca del final-. Pero a esa altura ya decidimos que para ver noventa minutos de intrascendencia y poco riesgo, es mejor ver a la Argentina en las Eliminatorias. Por lo menos, a diferencia de Wilson, tiene al mejor interprete del mundo.
por Pablo S. Pons