Un dilema moral, una dirección afilada
La ópera prima de Cruz anuncia a un realizador decidido a abordar el cine de género en términos visuales. Y que domina el arte del encuadre, de la distancia focal y la tensión espacial.
El padre de un chico que “se queda” en la mesa de operaciones persigue al neurocirujano que lo operó y a la esposa de éste. A eso, más el calamitoso encuentro final entre los tres, se reducen los acontecimientos de El perseguidor, una película que aborda un argumento mínimo con el máximo de estilo. Eso, con buenas dosis de tensión, algo que las películas argentinas que ponen el acento en el estilo suelen descuidar. Estilo + tensión: ¿es El perseguidor un mero ejercicio, tanto en términos de estilo como de narración? No, porque la brevísima ópera prima de Víctor Cruz (73 minutos en total) está sostenida sobre un dilema moral: la responsabilidad del médico, su sentimiento de culpa porque el paciente se le murió en el quirófano, la certeza de que hubo negligencia institucional en esa muerte.
Ya en las primeras imágenes se advierte el tratamiento del espacio, la respiración de cada plano, el montaje afilado, la dinámica visual que Cruz (Buenos Aires, 1973) impondrá durante la restante hora y pico. En medio del tupido follaje, una pareja ensangrentada arrastra un bulto, que pronto se verá es un cuerpo exangüe. El diálogo informa entrecortadamente sobre el chico, la operación, el padre, la falta de una asistencia adecuada. Un par de escenas más adelante el relato se remonta hasta aquel momento, como remonta el río la lancha de pasajeros en la que viajan los protagonistas. Allí se retoma la cronología hasta terminar, de modo circular, en la misma espesura, la misma pareja, el mismo cuerpo muerto.
El hombre de barba bien recortada que arrastra el cuerpo –por lo visto tan pesado como la culpa que lo persigue– se llama Gustavo y es neurocirujano (Alejo Mango). La mujer que lo ayuda es su esposa Lola, arquitecta (Marita Ballesteros). Hecho de imágenes entrecortadas, como capturadas al paso, el relato sigue a Lola y Gustavo antes, durante y después de la nefasta operación. A partir de determinado momento se hace lugar a una segunda serie de imágenes, tomadas por una camarita digital casera, que se sacude mucho y da la impresión de estar oculta: la cámara del perseguidor.
El matrimonio burgués que esconde un crimen, la grabación que los incrimina, el propio formato de thriller moral hablan de un fuerte componente Haneke. Caché, sobre todo. Dejando esa subsidiariedad entre paréntesis, El perseguidor aparece como un film compacto, excesivamente sintético quizás (para no caer en el pecado de “atar demasiado el paquete”, se evita darle un remate a la película, finalizándola in media res). Correalizador, junto a Hernán Andrade, del documental La noche de las cámaras despiertas, Cruz sostiene su primera ficción en solitario a pura gramática visual, hasta un punto infrecuente en el cine argentino. La tensión no es sólo narrativa sino interna, producto del modo en que se encuadra, las miradas de los actores, el tempo de cada plano. Si a Marita Ballesteros no le sobra elocuencia, la máscara magnífica de Alejo Mango (secundario en La niña santa, otra película de puro corte, fragmentación y encuadre) contrapesa con creces.
¿Se justifica que el perseguidor lleve consigo una cámara y grabe todo? ¿O se trata de un exceso de estilo, un vicio tal vez? La necesidad del padre del chico de contar con pruebas parece justificarlo. ¿Pudo haberse filmado la película entera desde ese único punto de vista, evitando la tercera persona desde la que se narra el resto del film? Se podía, pero hubiera sido otra película. Así como está, El perseguidor anuncia el ingreso al cine argentino de un realizador decidido a abordar el cine de género en estrictos términos visuales. Un realizador que parece dominar el arte del encuadre, de la distancia focal y la tensión espacial. Suena prometedor.