Inspirado en una historia real, así dicen, aunque no dan mayores precisiones, el debut de Fernán Mirás detrás de cámaras es poco auspicioso. La historia no está mal, pero es tan esquemático y enfático su tratamiento, tan subrayados sus personajes, tan discursivo su contenido, que todo atisbo de denuncia roza la caricatura. Cuenta la historia de una supuesta violación en un pueblito perdido del interior. ¿Violación o relación consensuada entre dos desamparados? Desde allí asistimos a otra puja: la de una abogada de buenas intenciones (Barreiro) frente a una fiscal insoportable (Onetto) que acumula todos los defectos imaginables. Cuando la abogada defensora empieza a investigar, el mundo se le vuelve en contra. Aunque ya venía mal pisada: el día que dio la última materia, diez años atrás, no alcanzó ni a festejar porque se cayó por la boca del ascensor. Desde ese día “soy la renga de mierda”? El libro le suma más obstáculos: el viaje al pueblito perdido para hablar con los testigos, es una odisea: el comisario corrompido, los parroquianos huidizos, la mitad de sus habitantes raros. Todo está exagerado. Y el trazo grueso desactiva cualquier atisbo de denuncia. La historia daba para más. Husmear en lo entretela de los sucios manejos entre la justicia, la política y la policía suele ser material rendidor, sobre todo en épocas tan descreídas. Pero la acumulación de inconvenientes no es la mejor manera de exaltar el rol sacrificado de esta abogada que está menos asqueada en ese pueblito donde nadie le habla que en ese ambiente judicial donde todos la ignoran. El final aporta una moraleja algo cínica: Sobran culpables, en el pueblito y en los tribunales, pero al final todos se salvan y ganan.