El prolífico director de Donde cae el sol (2003), El árbol (2006), La madre (2009), El rostro (2013), El limonero real (2016) y La deuda (2019), entre otras películas, unió fuerzas con la escritora Gloria Peirano para este film que explora las sensaciones que provoca acceder a una casa vacía y próxima a ser habitada.
Tras una película más narrativa como La deuda, Fontán (ahora en colaboración con Peirano) vuelve a la vertiente más sensorial y reposada de su filmografía con esta película que combina elementos propios del ensayo con otros del documental.
A los bellos textos escritos y leídos en off por la propia Peirano se les suman las participaciones de diez personas de las más diversas edades que visitan un reluciente piso todo blanco y con generosas aberturas al exterior que acaba de ser construido y está listo para ser habitado. Los recién llegados reaccionan de diferentes maneras en sus recorridos. Algunos dan consejos, otros elogian las elecciones realizadas, pero a muchos les generan reacciones que van desde recuerdos íntimos hasta anécdotas inmobiliarias. Las casas como refugios, como lugares de encierro (en especial en tiempos de pandemia como este), como universos propios en los que uno es el dueño de todas y cada una de las decisiones.
Como en toda la obra de Fontán hay en El piso del viento un cuidado extremo en cada uno de los encuadres, en el uso la luz, en cada capa de sonido. Aquí, desde el interior de la casa a estrenar, se aprecia el río, se “siente” en toda dimensión una tormenta eléctrica, se ve y se escucha el vacío de la casa. Cada detalle adquiere su esencia y su sentido.
Puede que el film resulte un poco programático y estructurado dentro de un cine del fluir y la deriva como el de Fontán (cada uno de los invitados entra, mira, comenta y se retira), pero eso no invalida en lo más mínimo los alcances emotivos y la sensibilidad de una pequeña y frágil película sobre la experiencia del habitar y, en definitiva, del vivir.